Espirando eclécticamente frente al manto estirado del estriado grisáceo de la usualmente bóveda en celeste encapotadísima, auspicia el poeta la medusa-musa que ya le emponzoña en otra ocasión más para vomitar su insondable hastío frío abisal en una mañana de fin de hebdómada de un mayo más que corriente.
Vacila ante las enmarranadas teclas acotadas y lindantes entre ellas mismas tan dispares como inútiles en su eventualidad ulterior a las pulsiones de su propio yo mismo.
Le finaliza por someter la particularidad abominable de su carácter despótico al igual que en el resto de las otras allendes circunstancias ocurriera.
El imperioso rugido ensordecedor de sus entrañas famélicas inseparables de su organismo no más ni menos perecedero, le azuza forzadoramente y sin injustificada remisión a posponer la riada torrencial de su espléndido ingenio sin embargo, y resuelve el poeta precalentar los fogones de su mínimo recuadro para labores y oficios gastronómicos ocasionales, ante la inminente avenida del hambre en su meridiana habitualidad. No hay poesía sin alimento.
Además, la pizza debe estar hecha antes de que empiece el Gran Premio de Mónaco.
(¡Porca miseria!)
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