9. La última noche en el parque

Definitivamente tenía que suceder algo más importante que lo que acababa de ser relatado.
Su presentimiento sigue ahí, dentro de si mismo, no ha desaparecido.
Y entonces ocurre.
Mira hacia arriba, y, ligeramente a la derecha de su mirada y tal como si estuviera nadando en la mismísima bahía del Hudson, ve perfilarse ante sus propios ojos la majestuosa skyline de Nueva York.
Las imponentes Torres Gemelas dominan la panorámica y sólo un poco más al fondo asoma casi diminuto, obviamente debido a la perspectiva desde la cual mira Juan, el Empire State Building.
Es un atardecer y el crepúsculo es admirado por Juan desde la parte occidental de la Bahía, y los últimos rayos de sol bañan de agradables reflejos dorados los edificios y una suerte de avenida con cierto movimiento que se halla en primer plano, mientras tras esto, la noche púrpura se apodera de la variedad cromática, atenuada únicamente por un grupo de nubes dispersas y sin forma definitoria, en apariencia aún reticentes a desaparecer del todo y dejar paso a la oscuridad de la noche.
Juan piensa y repiensa, muy contrariado ya, en que si no serán los últimos efectos del porro que se había fumado antes, pero se da cuenta de que de aquello han debido de pasar ya muchas horas, si no días o incluso semanas, y descarta esta opción, aunque su asombro va en aumento cuando le da por seguir girando su cabeza hacia su derecha y observa anonadado como nueve chicas de pie, en sugerentísima ropa interior roja le miran a los ojos con expresiones de deseo, cuál más, cuál menos, logradas.
Están dispuestas unas junto a otras, algunas enfrentadas, otras abrazadas y casi todas amagando bajarse las braguitas. Dominan en número ligeramente las rubias, aunque ninguna parece serlo del todo de forma natural. Los cuerpos son de su agrado y del de cualquier hombre sin desvaríos hormonales, siendo mayoría las del tipo recauchutado, un par de ellas, eso sí, muy en exceso, opina Juan. Él, las que más prefiere son como la segunda empezando por la izquierda, muy delicada en su conjunto, facciones sin dejar de ser marcadas sí matizadas, muy delgada acorde con su estructura ósea, con poco pecho y rubia bastante natural, de aparente fragilidad también en el gesto, más sibilinamente perversa a la vez, o ésa al menos es la impresión que le causa a Juan esa desafiante mirada. Sí, este tipo de lolita es su prototipo de mujer preferido, al menos para alegrarse la vista, que a la hora de la verdad para Juan no hay nada como unos muslámenes bien prietos.
Ante el aluvión de sensualidad Juan casi aparta de su mente la extrañeza de esta nueva y singular visión, pero al momento cae de nuevo en la cuenta del surrealismo en que se halla imbuido todo su ser al oír unas pisadas vigorosos que se acercan retumbantes hacia donde se encuentra.
Juan, en el no va más de la flexibilidad de su cuello, retuerce éste hasta límites insospechados en dirección de dónde provienen los pasos y cae de la silla al suelo en el instante preciso en que su abuela aparece ante él diciéndole que las fabas están listas.