Un c(r)uento de Navidad


La cena de Nochebuena, como siempre, excelente, y como siempre, igual. Sopita de marisco, frutos del mar y cordero lechal. Todo ello preparado por mi eterna madre. Postre, panacota, para variar, pues es el único plato al que se le permite, por consenso, mutar de año en año. Un verdejo del Duero para los mariscos y el Muga de reserva habitual para la carne. Los primos de Castellón y mi hija, ahora de Madrid, con su inane marido, presentes. Absolutamente nada verdaderamente nuevo a la mesa. Se cantó por Cesária Évora, Los Calis, Manzanita y al final me arranqué con mi solo de Azzuro que hizo que, al igual que viene ocurriendo desde hace diez años por Nochebuena, a mi madre la arrebatase la melancolía por mi padre y se retirase, taxi mediante, a la residencia Palacio de Plata, lugar al que se fue a vivir por iniciativa propia sin titubear a los pocos meses de morir su, no tengo aún muy claro si amante, esposo durante 39 años. La nieve tradicional por Navidad, al igual que nuestras usuales pegas a su marcha, no impidió tampoco este año que se retirara antes de hora. Para que algo cambie las cosas tienen que permanecer inalteradas, y así sucedió.
Noté que lo que había deseado durante toda mi vida se iba haciendo realidad hacia el previsto final de la reunión, cuando el vino, los Mon Chéri y la tercera ronda de orujo con miel habían hecho mella en la mayoría de mis familiares, especialmente en mi señora, como de costumbre.
La primera sensación fue idéntica a la de un repentino e inexplicable calentón. Eché mano a mis partes bajo el resguardo que ofrecía el mantel de gala de tul rojo engarzado con flecos de similor en los bordes y enseguida noté que algo ahí abajo había cambiado. Me ausenté medio encorvado, simulando que los efectos del alcohol eran mayores a lo que en realidad eran (“Mira cómo va”, comentó, a lo Cachao, mi hermano), y me dirigí al aseo de invitados de la planta baja puesto que en el principal se encontraba mi hijo menor, probablemente preparándose alguna raya, de lo que sea que consuma la juventud hoy en día, antes de salir de fiesta. Sólo espero que no se meta ketamina, que he oído que eso es para caballos.
Como la de un caballo, no, pero casi. Así de grande la tenía. Y sin erección.
Bajo la blanquísima luz, como de hospital (hay que cambiar esas bombillas de 120 cuanto antes), aquellas venas y venillas, que seguían siendo las mías, y también la vieja cicatriz de cuando mi circuncisión, adornando ese cacho de carne coronado por un puño rosado causaban respeto, por no decir otra cosa. Mis injertos de teflón eran ahora unas insignificantes protuberancias, como un par de granitos en un muslo humano adulto sin pelos lastimado por ortigas. Tal que todo el dinero y tiempo invertido durante años en un nunca acontecido alargamiento, y engrosamiento, de pene hubiera surgido efecto de sopetón, así era. Una auténtica peripecia por Navidad, pensé.
Respiré aliviado cuando comprobé que mis testículos seguían siendo los mismos cojones de toro, pequeñitos y pegados al culo, de siempre. Se iba a enterar mi mujer. ¡Lo que me costó que empezáramos a hacerlo con mis implantes! “Eso son tonterías. Eres peor que un chiquillo. Si es normal.” Nunca quise una polla normal y ahora no la tenía. Al fin.
Volví henchido de hombría y seguridad en mí mismo y desprovisto del más mínimo síntoma de alcoholemia al comedor colonial donde mi señora era la que mejor desentonaba el Adeste Fidelis. Mi hijo se había ido sin más, todo puesto, seguro, junto a sus primos, de Castellón. Mi hermano, su esposa y la pequeña Alicia junto a mi mujer y yo, sin olvidar a nuestra viejo bóxer Camila, éramos ya los últimos que quedábamos pues al poco de mi vuelta también mi dulce ojito derecho se llevó a esa cosa calva y con gafas que tenía por marido, escritor dice que es, al antiguo dormitorio de mi niña. Mi adorable sobrina Alicia, como único ser allí totalmente sobrio, junto a Camila, y esta a lo mejor no tanto ya que, como de costumbre, el graciosete de mi hermano le había mezclado coñac en su particular cena de Nochebuena que consistió en paté de beef á champignon, reparó, no me cabe la menor duda, en mi aumentado atributo.
Me levanté varias veces de la mesa para ofrecerle a la niña todo tipo de turrones, de uno en uno, de las variadas bandejas de latón reforzado (de usar y tirar) que descansaban sobre el escritorio de nogal Luis XVI, de la que los otros tres adultos cantaban, ya sólo podía definirse aquello como 'intento de', villancicos rocieros.
“A lo mejor el de nata con nueces y piñones también te gusta”, y me levantaba de nuevo, se sentaba tres sillas a mi izquierda, entre sus padres, y volvía hacia ella con la bandeja en la mano ofreciéndosela a la altura de su cara, la misma altura a la que se encontraba mi zona media, y la pobre criatura con la boca abierta y la mirada ojiplática fijada, a través de sus rizos de canela, en mi paquete, al que yo en ese momento hacía palpitar con contracciones que partían de mis músculos perineales atravesando el paño fino de mis pantalones de pinza, agarraba e introducía el corte de dulce en su boquita garganta abajo sin pestañear una sola vez.
“Canta con nosotros, Juaqui.” Ana siempre me llama Juaqui, o Juaquirrini, depende, cuando está borracha. Sus dotes de anfitriona estaban bajo mínimos. Mi cuñada no iba mucho mejor y a Adolfo se le había puesto mirada de coche con las luces de posición encendidas. Camila yacía patas arriba junto a la chimenea con su baba uniéndose al mármol blanco (de Carrara) del suelo.
“Mejor os quedáis a dormir. La suite de invitados la dejó preparada Gwendoline antes de irse esta tarde.” Yo dije eso.
“No, Juacón”, Adolfo me llamaba así cuando estaba borracho, “mañana vamos a comer”, aquí le entró hipo,”con mis políticos, ya sabes”. Otro hipo, casi eructo. Silvia María con sus mechas rubias alborotadas no estaba para decir gran cosa. La que habló fue Alicia:
“Ay, papi, quiero quedarme con tito Jota y tía Anita.” Once años la cría. Como mi perra. Sabía poco.
“Sí, sí”, creo que dijo mi mujer.
Tras los efusivos abrazos de despedida de mi señora acompañé a los tres a la segunda planta. “Te espero en la cama, Juaquirrini. Y no me tardes.”
Ascendimos, yo con la mujercita en brazos, por la escalera imperial. Durante el trayecto, Alicia me susurró al oído que quería que le enseñara una cosa. La miré con reprobación, apartándome de las suaves cosquillas que provocaban sus larguísimos tirabuzones, pero dibujé una sonrisa, y lo de ahí abajo también tuvo un acceso de simpatía por esas palabras, aunque logré que no fuera a más, aún.
“Vosotros, podéis encontrar unos pijamas donde siempre, pero a Alicia, con todo lo que ha crecido este año, voy a tener que ir a buscarle al sótano algún camisón de cuando Blanca era pequeña”, les dije a los tres de la que nos adentrábamos en la salita de la suite de dos dormitorios, demasiado recargada para mi gusto. “Voy contigo”, dijo la pícara. “Vale, pero no os entretengáis”, contestó la madre. “Mejor acuéstala tú”, añadió mi hermano, “que con lo presumida que es os podéis tirar horas hasta dar con algo que le guste. Se parece a su madre”, y le dio un codazo juguetón a Silvia María de la que esta se deshacía de su original blazer. “Descuida, no tardaremos. Acuérdate que mañana tienes que llamar a los yemeníes, que esos tipos no celebran el nacimiento de nuestro Señor.”
Tomé a mi sobrinita nuevamente en brazos, con mi mano izquierda soportando sin esfuerzos sus descubiertos muslos blancos, y con su vestidito rosa de algodón egipcio y satén en volandas les dimos las buenas noches a sus papás cerrando tras nosotros la puerta que comunica el dormitorio principal de la estancia con el otro. Tras el cierre de la puerta sus limpísimos mechones volvieron a acariciar mi cara y oí cómo la más dulce de las voces me decía muy queda: “Quiero verlo.”
Bajamos las escaleras y a través del ascensor de servicio llegamos sin decirnos nada a la bodega.
“Primero tienes que escoger un camisón. En aquel armario (el empotrado) hay dos cofres con el nombre de Blanca. Rebusca en el mayor de ellos.” No más de diez segundos más tarde la niña estaba de vuelta con una prenda en la mano y decía con determinación: “Quiero verlo.”
En cierta manera me recordaba a Blanca, de pequeña, pero no más que cualquier otra niña guapa de incipiente desarrollo, rosácea piel, ojos grandes y boca de piñón, la verdad.
Cuando la hebilla argentina de mi cinturón de gamuza golpeó la tarima flotante lo que había bajo mi slip amenazaba con traspasar el algodón y la lycra del calzoncillo. Se podría decir que la cara de la nena era todo boca ya en ese instante. Siempre había habido bastante humedad en los bajos de la casa y aquella noche no era diferente. Mis dos pulgares se deslizaron bajo el elástico de los Cavalli y en una secuencia de movimientos pausados, con flexión de torso incluida, acabé dejando al aire mi pedazo de polla. Mi sobrina emitió un sonido ahogado por el asombro, que ni siquiera le permitió gritar. Aquello se me estaba empezando a poner duro y por tanto, más grande. Tres o cuatro segundos después, con los pequeños dedos de la chiquilla dirigiéndose hacia el descomunal miembro viril, aquello alcanzó su cénit sin más ayuda por mi parte que la del morbo de tener a la pequeña babeando (literalmente) enfrente de mi supernabo.
A sus manitas le faltaban dos palmos para poder juntarse sobre la piel de mi aparato, lo cual no resultaba impedimento para que la nenita, de pie, con todo su instinto, lograra darle un ritmo satisfactorio a la masturbación de su tío que estaba muy a gusto con los brazos en jarra y su mirada cenital. La chiqui también se inclinaba ligeramente y le daba besitos y algún lametón a la cima de mi pedazo de carne, muy intuitiva ella (imposible que intentara siquiera una felación canónica), o frotaba toda su cara, repito, toda su cara, a lo largo y ancho de mi, sigamos llamándolo así, pene. Se agarraba a mi rabo, lo rodeaba con sus brazos y en un momento dado hasta se colgó de él con todo su peso sin que aquella hercúlea erección se resintiera en lo más mínimo. Le dio algún bocado y todo. Ella entendía a un hombre perfectamente. Convertía su centro del universo en el centro del cosmos, así debía ser siempre (cosa que no era así siempre). Ella era la pureza y tras unos minutos recibió con deleite un chorrito de la esencia del génesis en la boquita abierta hasta sus orejas. Los incontrolables espasmos que me asaltaron en el momento culmen hicieron que los abundantes y potentes chorros posteriores, que por otro lado no eran nada nuevo para mí (cremas y otras cosas que me aplico con regularidad), se dispersaran por las paredes de gotelé, la madera de pino del suelo y hasta alcanzaron a las bastante alejadas barricas de sherry. El éxtasis estuvo a la altura del tamaño y apenas pude refrenar mis alaridos de placer. 
Al terminar tuve que echarme, todavía con los pantalones por los tobillos, en la chaise longue negra de Roche Bobois. Alicia no dejaba de maravillarse, tumbada en mi regazo con la melena desparramada, ante la bestia, ahora dormida. Le decía cosas apenas audibles para mí mientras la miraba embelesada y la acariciaba como ninguna mujer podría haberla acariciado. Al cabo de un rato, sin haber echado de menos el cigarrillo de después, le dije que subiera y se lavara los dientes antes de irse a la cama, que había dentífrico y cepillos sin estrenar en la alacena de su baño en suite. Fue curioso que sólo le diera un beso de buenas noches a mi falo, de hecho, creo que ni siquiera me percibió como persona al darse la vuelta en el quicio de la puerta ojival y clavar por última vez antes de irse sus ojos en mi órgano viril.
Luego subí. A mi dormitorio de la planta baja. Encendí la luz. Mi mujer, por supuesto, estaba profundamente dormida. Supuse que a pesar de la borrachera que la había arrastrado hasta la cama, no había olvidado ingerir su dosis nocturna de Valium 10. Estaba acalorada no sólo por las altas temperaturas del termostato general y, por tanto, estaba sin tapar con la funda nórdica de color borgoña. Su postura era supina en plan estrella de mar. Se cuidaba bastante, tampoco es que tenga ya gran cosa que hacer, y a pesar de sus 47 años mantenía una figura aún deseable. Su negligé de seda con amplias zonas de encaje negro, un tanto atrevido, se había desplazado por encima del comienzo de sus nalgas y dejaba al descubierto la braga roja de raso, casi brasileña, que se me antojaba mal combinada. Me desvestí por completo. La cosa me llegaba por la rodilla. A pesar de todo, de mis aventuras en los viajes de negocio por el mundo, de mis frecuentes visitas a los burdeles de ese mundo y de mis escarceos por internet, amo a mi mujer profundamente. Y esa noche iba a amarla más profundamente que nunca.
Sintonicé Radio Clásica en el Bang&Olufsen. Ponían algo que sonaba a composición rusa de principios de siglo pasado, a algún tipo de marcha militar. Fui al baño a por lubricante. Al ponerme de rodillas sobre la cama, para darle la vuelta a mi señora, accidentalmente, mi gigantesca verga sufrió un pisotón de mí mismo. Dolió cómo duelen estas cosas, pero nada más.
Una vez le había quitado la braga a mi esposa, pude admirar lo mucho que la rejuvenecía desde ese ángulo el blanqueamiento anal al que se sometía, a mi instancia, desde hace una temporada, y la enorme polla que se había desarrollado sin previo aviso aquella misma noche comenzó de nuevo a requerir de toda la sangre disponible en mi cuerpo. Aceleré este hecho con mis dos manos que apenas llegaban, por la parte más ancha, a rozar sus dedos de una mano con los de la otra. ¡Vaya pollón tenía!, pensé, y nadie hubiera dicho lo contrario, de haber estado alguien más allí, aparte de mi señora, que seguía dormida como un lirón por estas fechas.
Con las rodillas hincadas en el colchón de látex aquello me pareció de mayor tamaño todavía.
Volví a darle la vuelta a Ana. No quería, si por un casual fuera a despertarse, de la que la penetraba con mi megapepino, perderme su expresión facial.
Tras vaciar el bote de lubricante en la vagina de mi mujer, que ni se enteró, me dispuse a follármela. El tema estaba complicado. Al principio.
Conseguí dilatarla friccionando con una mano la parte donde se supone que está el clítoris mientras con la otra mano ensanchaba todo lo que podía su coño, que a estas alturas y gracias no sólo a los dos hijos de tres partos que tuvo en su día sino también a los grandes consoladores a la que la había ido acostumbrando, ya estaba bastante dado de sí, o así me las prometía.
Ya dije, el glande era como un puño, con mayor grosor que el resto, y me costó varios minutos de esfuerzo y paciencia introducírselo al completo. Ella gimió de modo ostensible, pero permaneció en sueños. Gracias a Dios, la presión de la perspectiva de realizar el mayor de mis sueños no le hacía pagar tributo al vigor de mi nuevo y extraordinario ariete.
Lentamente, con mucho cariño, aceleré mis movimientos. Iba centímetro a centímetro para adentro.
Me fui animando a la par que los quejidos de Ana iban en aumento. En la radio los ritmos militares seguían pero ella no acababa de despertarse. Le metí un poquito más. Y más. Y mejor, con arte.
Ana acrecentaba su inquietud. Igual que yo. Menudo sueño estábamos viviendo cada uno por nuestro lado. Su coño, no sé cómo, se tragaba ya más de la mitad a cada empellón.
Y sucedió, no me pude contener. Se la metí hasta el fondo. No se despertó. Pero comenzó a gritar para, tras un par de segundos, enmudecer nuevamente.
Saqué mi monstruosa polla de allí llena de sangre. La misma sangre que brotaba de las entrañas de mi malquerida esposa. Actué ràpido. Eso le salvó la vida.
Desde la ventanilla, dentro de la ambulancia, vi la consternación de mis familiares en medio de la nieve gris y marrón por las pisadas. Seguramente se preguntaban cómo era posible que mi mujer reventara por dentro de esa manera. Mi sobrina me lanzó un beso que atravesó los puros copos de nieve que caían mecidos por un frío viento del nordeste a través de la melódica sirena.
Después de todo este asunto, Alicia sigue viniendo siempre que puede y nos las apañamos bien para quedarnos a solas. Muchas veces trae también a amigas del cole.
A mi mujer, aunque ha perdida la forma, la dejaron bastante bien, como se puede comprobar en la fotografía de abajo, y yo, la verdad, es que, aunque no vaya a poder hacerle el amor a nadie nunca más, estoy contento de seguir teniendo esta inmensa virilidad que me fue concedida por vete tú a saber qué dicha navideña. 







FELICES FIESTAS








 

1 Responses to Un c(r)uento de Navidad

  1. Anónimo Says:

    Felices Fiestas, Leo!!