Bucles sagrados por eternos



Vine aquí a decir
que no vine a decir
algo que no se haya dicho ya.

Estoy, por así decir,
de paso, como otros, como todos.

Vivo una vida mejor
y peor que otras vidas.

Hay algo, sin duda,
diferente en mí, al igual que en ti,
pero no incumbe a nadie más que a mí.

Verdad es todo lo que se crea.
Y tus caricias
aunque sólo destruyan,
como mis mentiras, son verdad,
como la poesía.


Back to the beats


Bien, bien, bien, estamos aquí Leo, su propio amor, yo y el otro. Desde el infinito roto y nuevo, a ritmo del diapasón que mando sentir, mezclando a tres platos con una mano. Yep, yep, bip, bip. Bien, de nuevo comenzamos, distorsionados como otros pero distintos al igual que todos. Sí, no hay manera de, no hay manera de, no. Toses, carraspeos, ¿quién iba a decir que hoy volvería Leo? Bum, bum, tu corazón. Bum puede ser un trasero, tú meneo yo bien gustar (de gustar). Y abajo habrá perros más andaluces que otros seguro diría él, el salvador de esta alma magna cua-cua-cuasi sincopada. Ven, deslízate por lo que suelta el aura de arcángel, ese maná de las flores iridisc... Hmmm, me lo pienso mejor y sigo aquí, se nota, las notas, el timbre, las notas y lo que traen esos hombres en su saco, toca, boca. Pitch arriba ya, venga que esto no decaiga-rá, que venga Julián Ríos ya a mortificacarear. Estamos en una nube de comer, de las que no se pueden ver. Sosténganlo arriba, amigos, prosíguelo tú que a mí no me da el gusto para tanto gato que habrá en el. Y hablando de lo que hay arriba, cómo mantendrá un corazón a tantas mentes es una pregunta igualmente encantado.


Hermosilla en Ficciones

Gustavo Gª-Gleeson sobre Invernadero, un film de Gonzalo Castro



Sinapsis invernaderas


Previo sinóptico

Vi El chico del brazo de oro de muy pequeño. De tan pequeño que no la recuerdo.
Muchos años después visioné Invernadero. Era mayor uno ya y era martes, día especial de por sí.
Fui al cine con un amigo quien ese mismo día cumplía años, treintayalgo. Le comenté hará unos días que
necesitaba de sus recuerdos de la película para escribir un artículo sobre la misma ya que mi propio
recuerdo, a pesar de ser mucho más grande que cuando vi en la filmoteca a la que solía llevarme mi
padre, muerto hace tantos años que no recuerdo nada de él, El chico del brazo de oro o El imperio
de los sentidos, se había perdido en algún pozo mental negro de tantos desechos.
Yo mismo no creo que pueda serte de ayuda ya que sobre la película en cuestión, aparte de ciertos
cuestionamientos muy personales que se me plantearon aquella tarde, no podría decirte cosa alguna
que te sirviera, pero repasemos aquel día, quizá así vuelva algún detalle válido para lo tuyo, me dijo el amigo, y comencé a relatarle lo que había hecho entonces.
Llovió bastante, entonces, y era oscuro, noviembre, cosas así recordaba. Las Coreas iban a entrar en guerra y casi había telefoneado a una íntima mía para que me acompañara al cine a ver la premiada película
de Gonzalo Castro Invernadero, sobre Mario Bellatin, un escritor al que le falta un brazo y parece
ser que también una tilde, y poco más recordaba, la verdad, le dije.
No es poca cosa, creo que de ahí puedes extraer lo que deseas para tu escrito, me dijo mi amigo Dario, quien últimamente prefiere ser llamado así antes que Darío, por un hit del músico Vitalic; y con esos mimbres esta cesta.



No más que una falsa sinopsis comercial de la película Invernadero, en el fondo

Mario Bellatin sucede como nunca en Invernadero gracias a la portentosa labor de Gonzalo Castro
[Buenos Aires, 1976. Obra previa: Resfriada (2008), Cocina (2009)].
Hacer entendible, asumible, a un escritor raro, de los pocos de verdad “raros” (léase su obra Lo raro
es ser un escritor raro), como Bellatin, no está al alcance de cualquier cineasta.
Quizá el hecho de provenir el propio Castro del proceloso mar de las letras haya sido una ventaja, puede ser, pero de lo que no cabe ninguna duda es de la personalísima concepción, cual el tardío Rohmer, pero sin su moral, del joven Castro.
Explicarse sobre Bellatin es inútil. Castro sabe esto y mucho más, y despeja en su film todo vestigio
de arte menor que agrieta la Historia del Cine para configurar una mirada sobre la extraordinaria
belleza de lo cotidiano en la poliédrica vida de un artista único como Mario Bellatin, quien no
deberá poco al, con esta obra consagradísimo, autor (Premio BAFICI 2010, Premio FICXIXÓN
2010).
Si Bellatin persigue la “escritura sin escritura”, Castro obtiene el “cine sin cine”, y eso es impagable,
señoras y señores.


Un síncope más tarde

Hay gente que no sabe a qué va al cine y está bien que así sea mas permítaseme una digresión.
Si en la proyección de Invernadero a la que asistí de un festival de cine in-de-pen-diente -no entraré
a valorar los matices de esa independencia- había cien espectadores al iniciarse la película, al acabar
habría una quinta parte menos (si fueron cincuenta personas las presentes, se fueron diez de ellas
antes de la conclusión, según mi hipótesis estadística, para el caso es lo mismo). Un veinte por
ciento de pérdida de público en unos ochenta minutos. Guau, así decía uno de los perros que salen
en Invernadero, pero yo digo, ¿a dónde vamos a ir a parar nosotros, los cinéfilos?
Con esta constante pérdida de asistentes las salas de cine “de verdad”, no las “de mentira”, como esta peli de Gonzalo Castro, por no hablar por el momento de la resta de clase y saber estar de los asistentes,
paguen o no paguen, y no vean, por otro lado, la de invitados por el morro que hay en este tipo de
festivales, inevitablemente, como viene ocurriendo desde hace muchos años, acabarán cerrando una
tras otra y sólo sobrevivirá algún multicine en cada gran núcleo urbano de nuestro querido país, y
esto no puede ser.
No puede ser, como las hijas de Bellatin, pero es. Hemos de actuar, como Bellatin en este largometraje, y rápidamente, y ser tan veloces como el propio Mario afeitándose en Invernadero para revertir esta decadencia multicinefílica.
Lanzo desde esta plataforma un desafío a nuestros gobernantes que tanto subvencionan a los creadores de cultura, como por ejemplo, Almodóvar, que no sale bien parado en Invernadero, y tanto se despreocupan de quienes tanto les dan. Aparte de auspiciar cineclubs como Dios manda, y desde luego no en centros sociales.
No sé, dennos entradas gratis para esas nuevas ágoras (ahí) a quien pueda demostrar haber visto cine de autor desde hace años sin descargarse nada de internet. O a quien certifique que se ha apuntado a la
escuela de idiomas (academias privadas no valdrían, amiguistas) para no tener que leer los pésimos
subtítulos de las versiones originales. Condiciones de este tipo.
Y si no quieren ver en las sesiones de festivales de cine pelis raras donde sale Margo Glantz, por favor, infórmense antes de entrar en la sala que molestan a los demás cuando se levantan para irse, que de eso trataba de hablar.


Narración de hechos fantásticos de índole sico-sinestésica durante la proyección de Invernadero

Fue comenzar la película y empezar a oír cosas. A oír más cosas de lo normal, y no me refiero al
sonido de la peli ni a la escarbación en lo más hondo de la bolsa de maíz frito de mi vecino de sillón,
sino que empecé a oír los pensamientos de ese mismo hombre junto a mí.
Debido al ruido que su mano producía por fricción en las paredes de plástico de su bolsa de quicos lo había mirado un tanto molesto y como consecuencia de posar mis ojos sobre él se transfirieron, porque sí, pero no me pregunten por qué, sus pensamientos, en mi propia y conocida voz interna, eso sí, a mi interior.
“Poca sal. ¿Y el agua? Parece que está buena. Sólo tiene un brazo el tío. Vaya putada. ¿Y es
escritor? Joder, sí que está buena. Me mola ese acentillo...”, pensaba el tío.
Obviamente no le presté ninguna atención a la película.
Esto hay que aprovecharlo, pensé ligeramente excitado y nada nervioso, sin decirme nada a mí
mismo y desvié mi atención visual hacia un objetivo menos previsible que el chaval que estaba dos
butacas a mi derecha.
Un par de filas más adelante, nadie ocupaba los asientos en la fila inmediata, había una pareja. Me fijé en el pelo raramente ondulado de la chica y la transmisión se inició:
“Naturalista, puedo decir después. Personal. Mucho plano fijo. Sonido muy Tati, sí. Fotografía
sencilla, efectiva, eso, como uno más en la puesta en escena. A las 10 tengo que ir a la otra, ¿de
quién era? Ya está rozándome. Está tremendo. Godard, tengo que decir Godard. Bonita chilaba.”
Desactivé a la mujer desviando la vista hacia el pelo corto de su acompañante que me pensaba:
“Me voy a ir como esos. Vaya mierda. No hacen nada. Se parece a Bruce Willis. Esta ni caso. Que
dure poco. Esa está como un tren, uf, me pone hasta su voz, como Silvina. A ver ahora. Sí, no,
ponme mala cara encima. Ya me valió decirle a la friki esta que me encantaba el cine. Tías con
gafas. Luego me dirá que si la estética entrópica del fiiiiiiiiiilm. Ya me vale. ¿Hoy hay Champions?”
Era divertido, divertidísmo, pero al rato me cansé de la parejita y en uno de los barridos en busca de
entretenimiento con lo ajeno mi mirada quedó clavada en el actor, en Mario Bellatin, y aquella
suerte de mimetismo cerebral con los demás empezó a no tener gracia alguna.
A ver, todo fue muy rápido y duró poco aunque no podría precisar cuánto, pero el caso es que
cuando sintonicé con Bellatin él comenzó a rezar, en la pantalla, emitiendo unos vocablos en creo
que algún tipo de árabe, pero por dentro él no estaba rezando.
Eso no es lo extraordinario, al fin y al cabo es lo usual, supongo, porque yo rezar he rezado poco en mi vida, y siempre sin método. Y tampoco, no se crean, proviene de ahí el dicho aquel de “eres más falso que un Bellatin”, no. En su cabeza había miles de voces.
A cada segundo, o a cada fracción de segundo, no sabría valorarlo con exactitud, se cristalizaba dentro de mí una voz distinta en un tono que no era el mío, como ocurriera con los presentes en el cine, sino el propio de cada voz.
A un niño que gritaba “Papá, Papá” le seguía la voz de una mujer que se lamentaba dolorosamente.
Después una voz de anciana clamaba por su gato o un hombre gozaba lo indecible, y a las tantas
voces distinguí la mía que, al igual que las anteriores, luchaba por salir.
Un miedo inexplicable a la vez que un sentimiento de piedad inenarrable se apoderaron de mí, y
agaché la cabeza, me levanté y salí del cine, como antes había hecho un montón de personas, lleno
de incomprensión.

 Gustavo García-Gleeson


Fuente: El coloquio de los perros. Monográfico 2011. Mario Bellatin: el experimento infinito   

I will never, por David Murders



I will never explain my poems.

I will never explain myself.

I will never even make them explicable.

I will never even publish them.



David Murders' blog