El redentor

Die Moritat von Mackie Messer gesungen von Bertolt Brecht

Más pus



En un altar deshabitado, como un coágulo de la periferia,
ahí se puede quizá estar ausente.

Invoca tu miedo pero mantente liviano ante la incipiente galvanización.
Un objetivo.

¿Podrá oír también aquella aquello?

Fricciones, un parpadeo vencido demás. Sí a esos ojos.
¿Qué cuervo, de qué color podría ser y será?

Una matutina proyección. Un charco. Suciedad.  Reflejo de otro.

La fístula que supura. Mas sola la sangre no está.
Está en ti, de mí vino.

El adiós quizá se espere.
                                                 Un te quiero horrible.

Toma fallida


Creía que era un bebé abandonado en un contenedor de basura, bueno, deseaba que lo fuera. Que ese llorar quejumbroso fuera un gato atrapado no me sorprendió, me decepcionó. Profundamente. A cualquiera le puede confundir un llanto. Había bajado los nueve pisos corriendo porque el ascensor parecía estropeado y también tenía prisa, tanta, que ni cerré la puerta de casa, y abierto con cuidado la tapa del contenedor, asomado la cabeza con precaución y muy lentamente, dando tiempo a mi mente para formular el deseo, diáfano, sin ambigüedades, de hallar en ese gran caja metálica hedionda una razón para ser buena persona. Desde el momento en que oí los primeros lloros desde el salón unos treinta metros más arriba que me obligaron a activar el mute del televisor desde donde se me relataban audiovisualmente los avatares de la última jornada liguera de fútbol, la decimoséptima, creo, para poder distinguir sin interferencias, mirada por la ventana mediante, de dónde procedían los aullidos, mis pensamientos comenzaron a girar en torno a esa idea: el héroe anónimo que salva a una pobre criatura recién nacida de morir congelada de frío. Ya me veía quitándole importancia a mi acción cívica de bonhomía en los programas de sucesos del día siguiente. "Lo hubiera hecho cualquiera", me oía decir, "qué otra cosa se puede hacer, ¡por favor! Ha tenido suerte de que me acuesto tarde." Pero no, ahí dentro no estaba esa razón, sino un gato atigrado que brincó hacia su libertad en cuanto se lo permitió su instinto y el alejamiento de mi persona del contenedor. El gato me había mirado con acritud, como si me hubiera demorado demasiado en acudir a su rescate, cuando ojeé el interior de su provisional prisión. O no, a veces malinterpreto gestos, muecas, miradas, sensaciones e incluso palabras, y es que no soy buen intérprete de casi nada. En fin, pensé, la gratitud no es condición sine qua non de la vida en la calle, seas gato o perro, y me dirigí de nuevo hacia el portal con la firme intención de ascender los nueve pisos andando; un poco de ejercicio nunca viene mal, ya que no era deportista, pero me mantenía en forma por auto-impuesta, y necesaria, obligación. Arriba, de nuevo en el salón, fatigado, con los muslos ardiendo, le di voz a la tele. Ya había terminado lo del fútbol. Me preparé unas tostadas de Nutella y un gran vaso de leche apurando el tetra brick, previendo bien que se me antojarían tras fumar el porro que se me había quedado a medias. Puse una película. Fumé, di cuenta de las tostadas y ocurrió. Otra vez.
Hacía años que no me pasaba, pero ahí estaba de nuevo. 
Me gusta Paul Giamatti, es decir, sus películas, o mejor, cómo actúa. "Entre copas" es mi favorita. A veces me veo como su personaje dentro de unos años, sólo a veces, aclaro. Pero la película en general, en si misma, me encanta, la banda sonora es perfecta en casi todas las secuencias del film, de manera especial cuando los personajes están en movimiento, el amigo es especial y la disertación de Virginia Madsen en el sofá acerca del vino es de una belleza real insuperable, pero a lo que voy, que no soy crítico de cine. Ya no volveré a ver sus películas. Le tengo miedo. Sí, como oyen. Y es que la película que estaba viendo, "American Splendor" cuando me sucedió esto, está protagonizada por él, Paul G. Me había parecido extraordinaria la primera vez, con esos bocadillos geniales, ese personaje del dibujante Pekar torturado en lucha diaria contra la desazón de su vida y por ende de su país en su dimensión con menos glamour, a través de sus dibujos y reflexiones. Es la lucha épica intrínseca en las maneras del ser humano por sobrevivir, bañada en enfermedad de vida. A ver, otra vez que me fui. Pero perdonen, es que tampoco soy escritor y no sé muy bien cómo contarles esto. No pude terminar de verla. Le tengo apego a la vida a pesar de todo. El terror se apoderó de mí en una precisa escena, y eso que la estaba viendo en versión doblada. El terror, ese terror. Y adjunto, el frío. Apagué la tele. Agarré el radiador y lo transporté rápido como el viento a la habitación, lo encendí y regulé a temperatura máxima (es un radiador eléctrico viejo, grande y muy potente que calienta en menos de cinco minutos un dormitorio como este sin problemas), agarré todas las mantas que pude y me lancé a la cama abrigado además con un forro polar y un chándal eterno negro de Arkapén. No era suficiente. Mi cara ardía de estar tan cerca, inclinada sobre el radiador, pero todo mi cuerpo temblaba de frío, de miedo. La sequedad de boca era atroz aun tras vaciar media botella de agua de tamaño familiar, la última, de un sólo trago que casi me provoca el vómito. Entre canturreos sin sentido y a viva voz luchaba por pensar en otra cosa que no fuera aquello. Tampoco se me da bien cantar. Era inútil, no podía. Temblaba y temblaba. Un chirriar y retumbos alcanzaron mis oídos. Oí cómo el ascensor se puso en movimiento. Pensé, no, no puede funcionar si está estropeado. Y además sólo tenía un vecino en nueve plantas. Las urbanizaciones por estos lares son gigantescas colmenas sin abejas hasta el verano. Eran pocas las probabilidades de que fuera él. El ascensor subía. Salté de la cama, tropecé hasta la cocina, abrí el frigorífico. Zumo. Del trago. Arranqué con los dientes la tapa del último yogur que restaba en el cartón de ocho rasgado por dos sitios y lo absorbí violentamente, la boca aún llena de pulpa naranja mientras cerraba la puerta del frigorífico de una patada. Mi otra mano blandía ya una zanahoria con manchas grises de tamaño considerable que a pesar de esto fue cercenada lastimeramente una vez finiquitado el yogur al frenesí. Un sobre de queso parmesano en polvo fue lo último más o menos engullible al instante que hallé, tras abrir de nuevo, desesperado, el frigorífico, muy agobiado por sólo haber encontrado unas latas de michirones precocinados en el armario sobre el frigorífico que habitualmente es la despensa. No había tiempo de calentar nada, y además tampoco soy cocinero. Abrí el grifo del fregadero para succionar el agua metálica, asquerosa, que corre a escupitajos primero, marrón, terrosa luego y siempre caliente después, para que arrasara con la, acentuada por el queso rallado, sequedad de boca. Bebí y bebí de ese líquido sin llenarme. Era yo un pozo sin fondo en ese momento. No era bastante. El ascensor seguía subiendo.
Me acordé de la botella de Johnnie en el salón. Allá me fui como un lagarto pegado a las paredes.
Algo más de un tercio restaba. Con las manos asiendo temblorosas, llevé el cuello del vidrio hacia mi boca. Mamé de ella como un gorrino de la teta de su cerda madre. Yo no soy un cerdo aunque para ciertas personas mi actividad así me signifique. Mi vida dependía de ello. A cada trago se iniciaban las arcadas. La regurgitada acidez, haciendo acopio de toda mi hombría restante, era reprimida como un hombre. Yo ya tenía amplia experiencia en contener el vómito he de decir, pero nunca es sencillo, aunque fuera prácticamente un alcóholico toxicómano sin tratamiento un tanto sociópata. El ascensor se detuvo. Era esta planta, la última de la torre. Apuré el último trago de whisky. Me provocó el final escalofrío-retortijón propio de cuando te has pasado tres pueblos con la cantidad. Y esperé que sucediera. Esta vez no tendría salida. Y se me ocurrió, no sé por qué, desde que dejé los estudios no había vuelto a tener necesidad de escribir, anotar mis pensamientos en ese momento. Volví raudo a la habitación y del tercer cajón de la mesilla, en los dos primeros están los calzoncillos y los calcetines, amén de lo poco ahorrado y varios objetos de dudoso valor como un reloj Bulgari de imitación, respectivamente, saqué una hoja de una carpeta donde reposan unos mentirosos currícula preparados para cuando hagan falta, y comencé a escribir al dorso de la primera hoja de uno de ellos lo que estaba ocurriendo, intercalado con lo que fuera lo que saliera de mi mano, de forma atropellada eso sí, con un bolígrafo Montblanc auténtico, que no sé de dónde había salido, sacado del mismo cajón. A cada pensamiento o sensación que transcribía me iba tranquilizando. Apenas reparaba en lo que iba escribiendo, simplemente escribía y escribía, como un golpeo sobre el folio, admito que con el sempiterno Larrouse enciclopédico de los años de María Castaña en mi otra mano. Esta letra no es inteligible ni siquiera para mí, pero no importaba, seguía anotando pensamiento enloquecido tras otro mezclándolos con una especie de cuento psicótico de lo que sucedía en ese momento. Y menos mal que topé con un ladrón y asesino ocasional con ciertos, digo yo, desórdenes mentales ducho en letras, esto último sin duda sí que lo soy ahora, si no este relato nunca hubiera tomado la forma necesaria, tras acabar de ver tranquilamente la película que en realidad se reproducía mientras tanto en el televisor en la nochevieja de 2009, en la cual no fui el único que decidió no salir por ahí, del segundo canal de Televisión Española desde las 2 y pico de la mañana: Caché* (Escondido).

Hay que rasurarse



Pelos.

De tu barba y cabeza, 
de tus pobladas cejas, 
nariz y orejas, 
nucaespaldaculo
y el del resto
de tu cuerpo.


No me dirás 
que te molesta 
que lleve lo mío,
un poquito,
a la francesa. 













El origen del mundo, Gustave Courbet, 1866

Copos de maíz, marca blanca


Hay una chica tumbada en el sofá comiendo a palo seco, a puñados, copos de maíz. La puedo oír escarbar en el plástico y la oiga crujir esa materia en su boca. Es un ruido ensordecedor. No es que esté del todo bien, yo, aquí, en el suelo, en una esquina, apoyado en la pared, ladeada la cabeza, el hilillo de baba a punto de unirse al suelo con los ojos cerrados y sintiendo a eso venir para quedarse. Le he estado haciendo hueco desde hace mucho tiempo. Venía, se daba un garbeo y volvía a irse ¿por dónde había venido? El caso es que se iba y me dejaba solo otra vez. Yo me decía que entonces nada, si no le gusto no la invito más y ya. Pero es tan seductora. Es capaz de presentarse de cualquier forma y yo, ignorante de quién es, no la percibo hasta que me la encuentro de cara. Ahí, mirándome a los ojos, hablándome al oído, subiéndome las entrañas. En la tele, en el trinar de los pajarillos, en la mueca de un niño, en los garabatos que escribo sobre un papel, en las canciones. Ya digo, de repente, sin avisar, ahí está. Hoy ha venido disfrazada de chica de pelo ceniza, suelto. Guapa, a veces es tan guapa. Ahora está disimulando si no, ¿cómo es que no dice nada acerca de lo que hago tirado en el suelo babeando? Es muy lista, sabe que no puede revelarse demasiado, porque entonces algo falla. Sí. Llaman al teléfono, suena el timbre, se estrella algún coche ahí abajo u otra cosa cualquiera que sirva para interrumpir. Lo tengo todo visto; controlo esos momentos. Ocurre entonces que se aleja un poco y mira de esa forma en que está claro que lo sabe todo pero haciéndome ver que no ha pasado nada. Es un poco difícil, qué digo difícil, es imposible, hablar de ello. Siempre se me da pie pero los latidos de mi corazón se vuelven tan fuertes que dejo de oír otra cosa y el sentimiento espiralado se apodera de mí. Quiero entrar y salir pero no puedo. La turbulencia del sentido de la vida. Arriba y abajo, dando vueltas. Y el frío. Frío, escalofríos, temblor, descontrol. En el fondo sé que puedo, pero me aterro tanto que, si estoy solo en casa, engullo todo lo que pille y me meto en la cama con mil mantas. Puede ser que esto ya se haya escrito. Da igual. Digo que si no estoy solo es más complicado escaparse, pero tengo suficiente experiencia para zafarme del destino. Hasta que el cuerpo aguante seguiré. Ya lo dejo.

Sin funicular


Baja de la montaña, descálzate antes.
Pisa la ladera, rápido, un descenso vertiginoso te aguarda.
De lodo hasta las rodillas, corre a abrazar la sombra que te abandonó al elevarte.
Tírate de cabeza a por ella, sin titubear, la caída no será más dura que aquélla 
que te esperaba allá arriba al siguiente paso en falso. 
Ibas a darlo. 
No lo dudes. 
No hay sitio para todos.
Proyecta por una vez a la vez que para siempre lo que merece la pena. 
Se lo debes a muchos, incluso a ti.
Que en la meseta no termine tu caída, tampoco ese es tu terreno. Más abajo te has de rebajar.
Al mismísimo pie donde todo comenzó, ahí te hemos de ver desencajado y exhausto, descoyuntado por dentro. Como una vez fuiste.
Entonces, por favor, piénsate muy bien lo de volver a subir, porque querrás ascender de nuevo de tan renovado, puro y santificado que te sentirás. Si merece el esfuerzo dejar todo atrás, abajo, porque a alguien oíste decir en cierta ocasión lo bien que se debe estar en una cima como esa.


Curiosamente entre semana se levanta a la misma hora que entonces


La niña cree aún recordar un tiempo en el cual los que se fueron no venían a visitarla.
Una comba se balanceaba sobre trazos de tiza. No había patucos más bonitos que los de su hermano.
A hombros de aquel gigante, en brazos de madre. Un auténtico jardín. Sol, nieve, dulces, flores y agua clara. 

Y muchos, muchos árboles verdes, amarillos y marrones. Todo estaba vivo de aquella. Las tortugas, los muñecos y los abuelitos. La leche en su cristal. Tantos amigos con los que jugar.
Una vez se paró el reloj del comedor, y como por arte de magia lo echó a andar de nuevo el hijo de los vecinos. "Qué guapo es, Juan." Un cuco. Cantaba a todas horas, silbaban ellos. Y petirrojos, ruiseñores y muchos gorriones los acompañaban. Y aquel periquito azul y blanco como el mejor cielo. Hasta la aspiradora sobre la moqueta le parecía música los fines de semana. Dios mío, cuántas galletas comía untadas en crema de avellana y las hundía en el cacao que cosquilleaba, picaba hasta estornudar. Qué risas. Ni sabía escribir. Escribir, por ejemplo, pena.  



Holocausto caníbal



En mitad del deshielo



“Buenos días, Ernesto.” 
Ahí se quedó de pie. Sin decir más. Calzaba botas marrones de piel. Se habían humedecido probablemente al pisar un charco ya que afuera llovía como de costumbre por esta época. También los dobladillos de los bajos del pantalón estaban húmedos y más oscuros que el resto de esa prenda. Estoy seguro que había pisado un charco. Algo inevitable, por otro lado, debido al irregular estado del pavimento del barrio viejo. De nuestro barrio viejo. Algunos adoquines de la calle del mismo estaban separados entre sí por la longitud de dos y hasta tres palmos. En mi opinión, y en la de muchos convecinos, era denunciable esta dejadez en la que nos tenían las autoridades. Las obras de recanalización, pagadas por la comunidad de vecinos, que se llevaban a cabo desde el portal de enfrente hacia este portal, el portal 1, también podía ser la causa de que se salpicaran sus botas y pantalones, ya que los operarios habían convertido ese patio exterior en toda una zona de obra mayor y las baldosas estaban sueltas cuando no directamente rotas por la presión ejercida por la maquinaria de los obreros estos días atrás. Habíamos hecho bien en asegurarnos mediante una claúsula adicional, a la hora en que contratamos a la empresa, que cualquier desperfecto ajeno a las propias labores de readecuación de las tuberías y vaciado iba a tener que ser reparado por la propia empresa. Yo, como presidente de la comunidad desde hace tres meses, había insistido ante los demás propietarios que más valía prevenir que curar en estos casos, y que era preferible aumentar el coste total en únicamente cinco puntos porcentuales por puerta que echarse las manos a la cabeza después. Y créanme, de cuentas, gastos e ingresos y números en general sé un poco, que no son pocos los años que llevo sin fallo los balances en mi empresa. Cuando a los de la contrata les hice la primera visita había visto el tipo de maquinaria que iban a emplear en el trabajo y de ahí que forzara un nuevo pleno vecinal para reevaluar todo el asunto. Y ayer, durante la última reunión mensual, me felicitaron incluso los, llamados con cariño, que conste, tozudos del portal 3, 1º C y del portal 2, Bajo A, el “viudito”, como lo llamaba mi mujer, y las hermanas Garbí Meléndez, respectivamente, que se empeñaban en rotundo a subir su aportación más allá de lo convenido en la segunda reunión que mantuvimos acerca de este asunto. No era de extrañar viendo las condiciones en que vivían, sobre todo las hermanas. Opino así aunque las hermanas nunca me han invitado a entrar pero me he formado mi opinión debido a que lo he observado con mis propios ojos. No lo hice con ánimo de cotillear ni nada por ese estilo, sino que me es inevitable ver al menos el pasillo en su totalidad, parte del salón y toda una pared de la cocina cuando me abren la puerta, ya saben. Se podrán imaginar que en ocasiones el presidente va a casa de sus vecinos a llevar copias de las actas de las reuniones, a notificar algún asunto o simplemente a interesarse por su estado y entonces es cuando, qué remedio, observo el estado de sus casas que es, al igual que la cara, un espejo más del alma, o así lo decidimos mi mujer y yo en una ocasión, no sin ciertas risas, en que nos bebimos las dos botellas de vino tinto que recibe cada puerta de su vecino invisible en el día de Navidad. Este juego, ya casi tradición, lo instauré durante mi primer mandato hace ya veinte años, veintiuno, para ser exactos. Los vecinos que viven, o vivían en alquiler, que en todo este tiempo que llevamos mi mujer, mi hija y yo aquí en realidad nunca han superado el número de tres, se han mantenido al margen del juego, cosa lógica por otra parte, ya que su vino lo siguen recibiendo los propietarios propiamente dichos a través de la presidencia. Incluso los hijos de los Iglesias Iglesias-González Simón, que fallecieron tristemente hace seis años en aquel avión que los iba a llevar a un merecido, bien lo sabe Dios, retiro temporal a Santo Domingo, quisieron mantenerse en nuestra pequeña tradición. Los que se fueron abandonaron no sin tristeza nuestra pequeña comunidad cuando por circunstancias afortunadas de la vida tanto al matrimonio Iglesias Iglesias-González Simón como a los simpáticos, aunque algo atolondrados, Madrid Caño-Yañez Álvarez, les sonrió la suerte en forma de lotería y herencia, respectivamente. Hecho muy comprensible y de entender. El caso de los Ortego Flores-Martínez Sabino fue distinto. Ha sido nuestra mayor desdicha en todo este tiempo de armonioso convivir, digamos, comunal, pues desde que ocurrió aquel malentendido con aquella derrama del demonio ellos son los únicos propietarios que se han desvinculado tanto del juego como de la propia comunidad. Mis tres visitas, una vez los Ortego Flores-Martínez Sabino se fueron de nuestra vecindad, junto a la presidencia de turno que en aquel año recayó en el señor Hinojós Llorente, del portal 2, 1º B, no dieron los frutos deseados. En realidad opiné enseguida, y mi mujer opinó igual, que los problemas se dieron entre ellos dos, y que el problemilla con la derrama fue un pretexto para irse de aquí y finalmente separarse, como comprobaríamos todos poco después (un simple descuadre, engrandecido, sí, por no haber sido comprobado dos veces por el administrador de la finca antes de ser enviada a Hacienda, pero subsanado a tiempo, al fin y al cabo; además, en descargo del presidente de entonces el señor  Borbalán Íñiguez del matrimonio Borbalán Íñiguez-Novoa Senén, del portal 3, 1º B, a quien yo le presté todo mi apoyo durante el affaire he de decir y constatar que él no hubiera sucumbido a la tentación de cambiar de administrador a mitad de su presidencia si no hubiera sido por la intromisión, sin duda sin mala intención, de la señora del señor Madrid Caño, la señora Yañez Álvarez, a instancias de éste, que mirando por el bien de los gastos y como forma de preparación para el siguiente turno de la presidencia el cual le correspondía a él, que finalmente no llegó a hacerse efectiva por el golpe de la diosa Fortuna en nuestra comunidad que he comentado antes, quiso simplemente ayudar a reducir los gastos de nuestra comunidad, y la intención, y eso fue lo que le dije al señor Ortego Flores nada más iniciar nuestra primera visita al bloque de apartamentos en el cual, ahí lo tienen, vivía solo tras abandonar él y su señora, la señora Martínez Sabino, nuestra comunidad aparentemente aún como matrimonio bien avenido). Nos enteramos a través de un amigo del “viudito”, que trabaja en Sanidad, en altos puestos burocráticos, que el padre de la chica era un eminente cirujano en la capital, el Doctor Martínez Villamil, y que se había enterado por parte de otro amigo en común que también había sido amigo del “viudito” en su día, que la hija del Doctor Martínez Villamil, del famoso Doctor Martínez Villamil, se había separado y andaba en compañía de un entrenador de fútbol de un equipo recién ascendido a primera división, allá por la capital. Una verdadera pena todo el asunto aquel, sólo doy gracias a Dios de que ya pasó todo. Quizá cuando solucionen sus diferencias que estimo serán de índole económica, al fin podamos dar la bienvenida a unos nuevos inquilinos, y a poder ser, ya que pedir es gratis, que sean propietarios y también inquilinos, ya que la integración con arrendatarios nunca será igual de estrecha. De la que empezamos con el juego del vecino invisible todos los vecinos éramos propietarios y los cuatro nuevos propietarios de la última fase, la del portal 1, único por motivos de lindes con una sola planta, que se finalizaron, y ocuparon, claro, con dos años de retraso, también se sumaron con naturalidad a nuestro juego. Obviamente sabemos casi siempre quienes son nuestros vecinos invisibles pero no cuesta nada disimular y mantener ese inocente espíritu, más que infantil, diría yo, humano. Hay una regla transmitida, inocentemente transmitida si quieren, pero regla al fin y al cabo, de presidencia en presidencia de que cuando el número de vecinos es impar, y esto desde el incidente con los Ortego-Flores-Martínez Sabino ha sido así, es el presidente, o presidenta, en su caso, aunque ninguna fémina haya ejercido tal cargo debido a la renuncia en su día de las hermanas Garbí Meléndez, quien ha de hacerse cargo de regalar dos veces el vino. 
“Buenos días”, repitió. Hablaba distinto. Había envejecido. Y quién no en este tiempo, pregunto. 






A M. no


Ella estaba, a la vista de anteriores y posteriores acontecimientos, mal.
Él no estaba mejor ni peor. Pero juntos eran dos maestros. En fuga.
Iban y venían. Expertos cazadores de momentos en lo alto, con sus volteretas,
y su caer.

Iba bien la cosa, el asunto este de estar siempre, dos años, casi, en lo mejor.
Hasta cierto día, que comenzó al levantarse.
Sólo otro más parecía. Se hizo de noche, o ya lo era.
Fría la temperatura, entre sí, se tornó y se vislumbró un claro mental:
"no me gusta esto".

Quién lo pronunciara da igual, aunque se intuya y le siga un:
"no somos para el otro".
Peor, peor, no se puede decir pero aMar fue amada, de la manera en que se puede amar
bajo algunas, cualquiera, circunstancias.

Lástima que aquí el deus ex machina aún se crea que le hace un favor recordándola.






Un poco de La comedia humana de Saroyan


-Más-dijo-. Y más por ahí. Y más. Libros por todas partes, Ulysses.-
Se paró un momento a pensar.
-Me pregunto qué dicen todos estos libros.-
Señaló una zona enorme llena de libros, cinco estantes llenos.
-Y más-dijo-. Me pregunto qué dicen.-
Por fin descubrió un libro que era del mismo color verde de los brotes de hierba.
-Y mira, éste es bonito, Ulysses.-
Un poco asustado por lo que estaba haciendo, Lionel sacó el libro del estante, lo sostuvo un momento en las manos y lo abrió.
-¡Mira, Ulysses! ¡Un libro! Aquí lo tienes. ¿Ves? Aquí dice algo.-
Señaló algo en medio del texto del libro.
-Esto es una "A". Esta de aquí. Y ésta es otra letra. No sé cuál. Todas las letras son distintas y todas las palabras son distintas.-
Suspiró y miró todos los libros que tenían alrededor.
-Creo que no voy a aprender a leer nunca, pero sí que me gustaría saber qué dicen. Esto es un ilustración. Aquí hay la foto de una chica. ¿La ves?-
Pasó muchas páginas del libro y dijo: -Más letras y más palabras, hasta el final del libro. Esto es la vidrioteca pública, Ulysses. Está todo lleno de libros.-
Miró el texto del libro con una especie de reverencia, murmurando para sus adentros como si estuviera intentando leer. Luego negó con la cabeza.
-No se puede saber qué dice un libro a menos que uno sepa leer, y yo no sé leer.-
     Cerró el libro lentamente, lo devolvió a su sitio y los dos amigos salieron juntos de puntillas de la biblioteca. Fuera, Ulysses hizo chocar los talones porque le parecía que había aprendido algo nuevo.


William Saroyan, La comedia humana, Acantilado, 4ª ed., 2010, Barcelona. Trad. de Javier Calvo.

Autorretrato #83

-Míralo ahí sentado. En su cama. El eterno adolescente. La comedia humana de Saroyan a su izquierda, enfrente el espejo de 115 por 80 que devuelve su imagen colocado en tal ángulo que cada polvo que ha echado allí en los últimos cinco meses le ha hecho formar parte, protagonista, de cada escena de su propia película porno, aunque no tan gonzo como le hubiera gustado, todo sea dicho.
...32 años, escribir, náuseas. 34, vómitos. 36, esputos [ -¿Cómo estás de tu catarro? -Mejor, aunque no paro de esputar. -No es my bonito decirle eso a una chica (rubia, ojos azules; extensiones, lentillas de colores)]. ¿Qué vendrá a los 38? La muerte. Ja...
-¿Qué va a cumplir 5 años su blog ya? -Eso parece.
-Tanto daría que hubiera sido ayer. -Y tanto.
-¿Cuántos autorretratos lleva ya? -Siempre es el mismo. -También.
 -Cambiando de tema, supongo que verías el último cepillo de dientes que se ha comprado. ¿No te parece el mejor que ha tenido nunca?- Puede ser. Piensa que nunca antes habían recibido sus encías tales masajes y también que fue económico para ser de marca. ¿Y qué me dices de esas protuberancias, de esos bultitos de caucho que higienizan la lengua? Son una pasada. -Desde luego. Está muy contento con su higiene bucal.
-Seguro que le hubiera gustado buscar un sinónimo para esta higiene.
-Mejor hubiera hecho en cambiar el higienizan porque chirría que mete miedo pa' la cabeza.
-Déjalo, que se joda. Si es mongol perdido. -Ya te digo.
-