Murders, I don't believe you (Your life's on the line)


David Mardaras

Ya no suelo comentar libros en este cuaderno de escritura, pero la ocasión merece un humilde aportación por mi parte, pues considero que Schattenboxen es un oasis en el desierto de este comienzo de siglo. Quiero dejar escrito aquí que esto es lo que yo considero buena poesía; que tiene todo lo que mi gusto lector, producto del más egoísta, implacable y desconsiderado deseo de satisfacción, puede pedir a la poesía. Y lo más extraordinario: se trata de un libro contemporáneo y cercano, escrito recientemente, probablemente en Gijón.
Calificaría esta poesía de muy estética y muy lúdica, y no por ello (es que no habría ni que decirlo) frívola en absoluto. La poesía debe ser verdadera; nada más, amigos.
Schattenboxen posee una esencia musical que hace del poema un hecho magnético, un objeto que existe, que gravita, que es, en un cosmos, siendo en perfecto acuerdo con las leyes naturales que lo rigen. Un objeto a menudo de formas limpias y básicas, geométricamente claras (a menudo 4 ó 5 versos), perdurable, mineral, de una sólida, densa, natural estructura hecha de sílabas, métrica y prosodia de alta precisión, que confunde su articulación con el propio dictado y acontecimiento de las leyes naturales de la gravitación de los cuerpos poéticos en el poema. Hecho magnético también el poema como enigma a veces y como expresión y autoafirmación de una poética propia, como debe de ser, que se manifiesta, brillante e inmanente, en medio de la nada de la página en blanco y de la nada del mundo (donde tanto se escribe, tanto se emborrona) como página en blanco y ruido. Poesía que hace del significante, la palabra –rico y bello léxico el que se da cita en Schattenboxen–, materia física del arte, unidad no obstante descompuesta en sílabas, en letras, materia plástica y materia musical, jugando, tentando el significado y significando, representando, es decir, desvelando, descubriendo, cincelando, en fin, poemas nunca antes encontrados, raros, singulares, propios de un tiempo, un lugar, una persona, y sin embargo reconocibles, indudables, apreciados por su misterio, y sobre todo por su belleza y preciosidad, su singular presencia en relación con el mundo que han vendido a habitar. Hacer eso de la palabra es ser poeta, amigos.
Este es un libro de hoja perenne.
El carácter lúdico al que aludía al principio, el esteticismo, la centralidad del lenguaje como materia de la poesía, el discurso metapoético que recorre el libro, son aspectos novedosos, por una parte, en el panorama actual (al menos en el que yo conozco), dominado por la economía, la coloquialidad, el realismo autobiográfico y un yo demasiado civil y poco dado a la aventura, combinación que a menudo desemboca en lo prosaico (es decir, lo contrario de lo poético) y muy tradicional y propio de la poesía en castellano por otro (pienso en la herencia de simbolismo y parnasianismo, en las vanguardias, en César Valllejo, en la generación del 27, en la del 50, en Gil de Biedma). La rima es fundamental en esta poesía, como lo es en la tradición castellana. No así en la anglosajona. Menos aún en la anglosajona traducida al castellano. Menos aún en Carver y Bukowski traducidos al castellano.
Bien, la poesía es amplísima, puede adoptar múltiples perspectivas poéticas. Pero como decía, esta es la poesía que más me gusta a mí y lo que yo considero buena poesía.
Y lo es, para mí, por sus rasgos pero sobre todo por cómo me hace sentir, es decir –no quiero dar la impresión equivocada–: no se trata en absoluto de que el libro corrobore o no presupuestos teóricos, sino de que te haga gozar de su lectura, por los medios que sea. Yo sólo he apuntado superficialmente algunos, que acaso acierto a discernir, aquí arriba, pero me quedo muy corto en el análisis. Más allá de esto, y en lo que a mí concierne, Schattenboxen lo consigue. Leo del Mar lo consigue. Este libro es una joya.


Enlace al blog de David Murders

OKKO


Vida

Unnecessary redux of a recent review by Vicente Luis Mora about Alejandro Hermosilla's Martillo published by Balduque



Martillos neumáticos palabra e imagen bioavance explosivo

William Burroughs, Nova Express


En el mundo de Goethe el crujido del telar era aborrecido como un ruido ingrato; en el tiempo de Ulrich comenzaba a hacerse agradable el canto de las máquinas, el de los martillos y de las sirenas de las fábricas.
Robert Musil, El hombre sin atributos



Si bien no todo el monte es orégano, creo no desbarrar demasiado al sostener que buena parte de la mejor literatura en castellano está siendo publicada en editoriales independientes. Acaba de sumarse al numeral indie el sello Balduque, con un deslumbrante comienzo: la novela Martillo, primera de Alejandro Hermosilla (Cartagena, 1974), una obra reticular y absorbente que no cabe sino aplaudir por su madurez, quizá ayudada por el hecho de que su autor haya publicado su opera prima en la cuarentena.

Podría parecer fácil presentar esta novela, pero en realidad es bastante complicado. Se solucionaría el expediente con rapidez aludiendo a tópicos narrativos como el juego de espejos, las muñecas rusas, el trompe-l’oeil, la metaficción (p. 163), etcétera. La palabra “fragmentarismo” también sería apropiada e inoportuna a la vez para acercarse al libro. En realidad, podríamos decir que uno de los símbolos que mejor explica la literatura del escritor murciano es el caleidoscopio que nos conduce irremediablemente a observar sus creaciones desde las más variadas y, por momentos, insólitas perspectivas. Basta animarse a hacer girar el caleidoscopio y, continuamente, aparecen nombres de escritores como Lovecraft, Artaud, Ali Bey, Pitol, Potocki, Borges, etc., que podríamos conectar con la estética del escritor cartagenero en un proceso que se revela, aparentemente, infinito. De esta forma, comenzamos a sentir la presencia del caleidoscopio lingüístico construido por Alejandro Hermosilla como un órgano vivo, perteneciente a un amplio cuerpo (la literatura) en el que todas las partes se encuentran conectadas entre sí. Pues basta que el caleidoscopio se desplace levemente hacia un lugar u otro para que todo lo sostenido hasta entonces sobre un escritor quede en entredicho y el arte de continuos equívocos que este objeto propicia continúe extendiéndose. En este supuesto, el tejido central deMartillo se arma mediante tres tipos de citas: las implícitas, que son las intertextualidades apropiadas de las obras enumeradas en la nota final (p. 223); las explícitas o remisiones, que son citas de autores explícitamente mencionados en el texto; y, por último, las apócrifas, referentes a libros ficticios, como el Necronomicón. De modo que ambas capas textuales se entretejen, creando un sustrato límbico del que se irá alimentando la narración como si de un inconsciente narrativo se tratase. Hermosilla se procura un ello textual, epicúreo y promiscuo, del que tirará el superego constructivo.

Dicho de otra forma, un temblor dionisíaco afecta tanto a la semántica del libro (cuyo gran asunto es el deseo y los apetitos rabelesianos, pues Martilloes una novela carnavalesca en todos los sentidos), como a la estructura. Estructura textual que, además, se plantea como un remedo de la ciudad de Fez y su doble mitológico y fantástico, Ubar, posible alusión al Uqbar borgiano. De ahí que la forma más precisa de definir esta novela -árabe, dionisíaca y urbana a la vez-, es, por supuesto, mediante el concepto de texto-medina de Juan Goytisolo, fundado sobre el de ciudad-palimpsesto, como decía el autor de Makbara en un trabajo sobre la obra de Orham Pamuk. Por cierto, es extraño que en una novela innovadora, fundada en un gran trabajo sobre el lenguaje, ambientada en Marruecos, que defiende la ruptura del ritmo narrativo como herencia de la cultura árabe (p. 151), sexualmente provocadora y que sostiene una visión pro-arábiga, no aparezca por ningún lado el nombre de Goytisolo, sobre todo porque precisamente Makbara ha venido en más de un momento a nuestra mente durante la lectura (también el Vathek de Beckford, minuciosamente obliterado).

Frente a la idea “occidental” de bien, Hermosilla convoca al travieso efrit o demonio de la mitología árabe como vehículo rector de las transformaciones de los personajes. Novela de la carne y la reencarnación, de la pulsión sexual, al fin y al cabo, Martillo es un libro dichoso (p. 164), celebratorio, de ansia vital. Por ello, Hermosilla, como Nietszche, resemantiza en su novela el concepto de Daimón, siendo su concepción, coaligada con la de Mal, una fuerza positiva que equivale a creación, producción, vitalidad, mientras que el Bien sería mediocridad, placidez, sacrificio inútil. Las fuerzas maléficas (representadas en la novela por los primigenios lovecratianos) son convocadas para descubrir su fuerza regenerativa tras la destrucción (destrucción de la sociedad, del texto, del párrafo). La revelación surge del hachazo en la cabeza (Kafka, Diarios) o del martillazo a los conceptos (Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos). Algo parecido a lo que le sucede al hombre contemporáneo, incapaz de reunir los fragmentos de su ser dispersos alrededor de los más incógnitos parajes y regresar al Edén (p. 91), y que encuentra en la reordenación asistemática de esos pedazos rotos su identidad. Es el efrit malvado y fértil, en consecuencia, el que permite hilar el libro a través de las transfiguraciones y metanoias de los mismos personajes a través de las épocas, como esa princesa cristiana medieval que se convierte en Scherezade y después en una bailarina de rasgos latinos (cf. pp. 119, 156 y 180). Repeticiones, arquetipos, giros, apariciones y reapariciones (de párrafos y de personajes), metamorfosis textuales que revelan trasvestismos, eso es Martillo, que recuerda en su monocorde prosodia textual al martinete flamenco, pero que se eleva, semántica y estilo mediante, a la más compleja y sensual de las composiciones musicales árabes, puesto que el narrador reverbera aspectos de la trama en medio de digresiones que nos desvían de la narración central, haciéndole a uno sentir que se encuentra en medio de una calle con varios asnos obstaculizando el tráfico (p. 163).

El único problema de este sistema de composición, donde no todos los materiales son originales, es que resulta difícil saber a quién hay que achacar la responsabilidad por los fallos. En este caso, y tratándose de una especie de homenaje al otro cultural, manifestado por lo árabe en general y por lo árabe marroquí en particular, se comete algún desmán, como hablar de “Oriente” (p. 46), concepto huero y ideológicamente connotado en términos generales, pero además impropio para hablar de Marruecos, que es tan occidental en el mapa como España (y si el término “oriental” se toma en otro sentido que el geográfico, el error queda bien explicado por Edward Said en Orientalism). Amén de esa confusión exotista sobre Oriente en Marruecos, también se comete otra no menos preocupante para quien localiza o ambienta una novela en un país del norte de África: no distinguir árabe de musulmán, error bastante extendido (hay árabes que no son musulmanes, como muchos tunecinos, vgr., y muchos afroamericanos estadounidenses son musulmanes sin ser árabes), como el de identificar indios con hindúes. El problema, como digo, es que seguramente Hermosilla sabe estas cosas, pero alguno de los autores de los textos apropiados, remezclados o sampleados lo ignoraba. En tal caso, surge una curiosa problemática intertextual: ¿es el autor que remezcla obras responsable de los errores de los textos que incorpora? ¿Debe elegir fragmentos libres de errores? ¿Debería acotar los mismos y depurarlos en la traslación, mediante aclaraciones, puntualizaciones o ironías? Interesante problema, al menos para mí, que dejamos para otra ocasión.

Para terminar, podría decir que este mosaico, este conjunto de cristales rotos en reordenación sistemática, esta potencia esquirlada que recuerda a la primera novela de Javier Pastor, este “viaje chamánico a los confines del yo”, como lo describe J. F. Ferré en su prólogo, esta otredad berberisca injertada a la fuerza (por la fuerza del estilo) en nuestra literatura, con sus aciertos y fallos, manes y desmanes, merece ser leída por la simple y poderosa razón de que es uno de esos pocos experimentos narrativos que salen bien.



NOTA: Me parece justo indicar que en determinados pasajes de la reseña se copian –utilizando las técnicas del sampleado tan extendidas en el contexto musical– fragmentos, frases, palabras, acentuaciones o modulaciones de diversos artículos y trabajos de Alejandro Hermosilla, como éste o éste, o la propia Martillo.

(Relación con autor y editorial: ninguna)

El redentor

Die Moritat von Mackie Messer gesungen von Bertolt Brecht

Más pus



En un altar deshabitado, como un coágulo de la periferia,
ahí se puede quizá estar ausente.

Invoca tu miedo pero mantente liviano ante la incipiente galvanización.
Un objetivo.

¿Podrá oír también aquella aquello?

Fricciones, un parpadeo vencido demás. Sí a esos ojos.
¿Qué cuervo, de qué color podría ser y será?

Una matutina proyección. Un charco. Suciedad.  Reflejo de otro.

La fístula que supura. Mas sola la sangre no está.
Está en ti, de mí vino.

El adiós quizá se espere.
                                                 Un te quiero horrible.

Toma fallida


Creía que era un bebé abandonado en un contenedor de basura, bueno, deseaba que lo fuera. Que ese llorar quejumbroso fuera un gato atrapado no me sorprendió, me decepcionó. Profundamente. A cualquiera le puede confundir un llanto. Había bajado los nueve pisos corriendo porque el ascensor parecía estropeado y también tenía prisa, tanta, que ni cerré la puerta de casa, y abierto con cuidado la tapa del contenedor, asomado la cabeza con precaución y muy lentamente, dando tiempo a mi mente para formular el deseo, diáfano, sin ambigüedades, de hallar en ese gran caja metálica hedionda una razón para ser buena persona. Desde el momento en que oí los primeros lloros desde el salón unos treinta metros más arriba que me obligaron a activar el mute del televisor desde donde se me relataban audiovisualmente los avatares de la última jornada liguera de fútbol, la decimoséptima, creo, para poder distinguir sin interferencias, mirada por la ventana mediante, de dónde procedían los aullidos, mis pensamientos comenzaron a girar en torno a esa idea: el héroe anónimo que salva a una pobre criatura recién nacida de morir congelada de frío. Ya me veía quitándole importancia a mi acción cívica de bonhomía en los programas de sucesos del día siguiente. "Lo hubiera hecho cualquiera", me oía decir, "qué otra cosa se puede hacer, ¡por favor! Ha tenido suerte de que me acuesto tarde." Pero no, ahí dentro no estaba esa razón, sino un gato atigrado que brincó hacia su libertad en cuanto se lo permitió su instinto y el alejamiento de mi persona del contenedor. El gato me había mirado con acritud, como si me hubiera demorado demasiado en acudir a su rescate, cuando ojeé el interior de su provisional prisión. O no, a veces malinterpreto gestos, muecas, miradas, sensaciones e incluso palabras, y es que no soy buen intérprete de casi nada. En fin, pensé, la gratitud no es condición sine qua non de la vida en la calle, seas gato o perro, y me dirigí de nuevo hacia el portal con la firme intención de ascender los nueve pisos andando; un poco de ejercicio nunca viene mal, ya que no era deportista, pero me mantenía en forma por auto-impuesta, y necesaria, obligación. Arriba, de nuevo en el salón, fatigado, con los muslos ardiendo, le di voz a la tele. Ya había terminado lo del fútbol. Me preparé unas tostadas de Nutella y un gran vaso de leche apurando el tetra brick, previendo bien que se me antojarían tras fumar el porro que se me había quedado a medias. Puse una película. Fumé, di cuenta de las tostadas y ocurrió. Otra vez.
Hacía años que no me pasaba, pero ahí estaba de nuevo. 
Me gusta Paul Giamatti, es decir, sus películas, o mejor, cómo actúa. "Entre copas" es mi favorita. A veces me veo como su personaje dentro de unos años, sólo a veces, aclaro. Pero la película en general, en si misma, me encanta, la banda sonora es perfecta en casi todas las secuencias del film, de manera especial cuando los personajes están en movimiento, el amigo es especial y la disertación de Virginia Madsen en el sofá acerca del vino es de una belleza real insuperable, pero a lo que voy, que no soy crítico de cine. Ya no volveré a ver sus películas. Le tengo miedo. Sí, como oyen. Y es que la película que estaba viendo, "American Splendor" cuando me sucedió esto, está protagonizada por él, Paul G. Me había parecido extraordinaria la primera vez, con esos bocadillos geniales, ese personaje del dibujante Pekar torturado en lucha diaria contra la desazón de su vida y por ende de su país en su dimensión con menos glamour, a través de sus dibujos y reflexiones. Es la lucha épica intrínseca en las maneras del ser humano por sobrevivir, bañada en enfermedad de vida. A ver, otra vez que me fui. Pero perdonen, es que tampoco soy escritor y no sé muy bien cómo contarles esto. No pude terminar de verla. Le tengo apego a la vida a pesar de todo. El terror se apoderó de mí en una precisa escena, y eso que la estaba viendo en versión doblada. El terror, ese terror. Y adjunto, el frío. Apagué la tele. Agarré el radiador y lo transporté rápido como el viento a la habitación, lo encendí y regulé a temperatura máxima (es un radiador eléctrico viejo, grande y muy potente que calienta en menos de cinco minutos un dormitorio como este sin problemas), agarré todas las mantas que pude y me lancé a la cama abrigado además con un forro polar y un chándal eterno negro de Arkapén. No era suficiente. Mi cara ardía de estar tan cerca, inclinada sobre el radiador, pero todo mi cuerpo temblaba de frío, de miedo. La sequedad de boca era atroz aun tras vaciar media botella de agua de tamaño familiar, la última, de un sólo trago que casi me provoca el vómito. Entre canturreos sin sentido y a viva voz luchaba por pensar en otra cosa que no fuera aquello. Tampoco se me da bien cantar. Era inútil, no podía. Temblaba y temblaba. Un chirriar y retumbos alcanzaron mis oídos. Oí cómo el ascensor se puso en movimiento. Pensé, no, no puede funcionar si está estropeado. Y además sólo tenía un vecino en nueve plantas. Las urbanizaciones por estos lares son gigantescas colmenas sin abejas hasta el verano. Eran pocas las probabilidades de que fuera él. El ascensor subía. Salté de la cama, tropecé hasta la cocina, abrí el frigorífico. Zumo. Del trago. Arranqué con los dientes la tapa del último yogur que restaba en el cartón de ocho rasgado por dos sitios y lo absorbí violentamente, la boca aún llena de pulpa naranja mientras cerraba la puerta del frigorífico de una patada. Mi otra mano blandía ya una zanahoria con manchas grises de tamaño considerable que a pesar de esto fue cercenada lastimeramente una vez finiquitado el yogur al frenesí. Un sobre de queso parmesano en polvo fue lo último más o menos engullible al instante que hallé, tras abrir de nuevo, desesperado, el frigorífico, muy agobiado por sólo haber encontrado unas latas de michirones precocinados en el armario sobre el frigorífico que habitualmente es la despensa. No había tiempo de calentar nada, y además tampoco soy cocinero. Abrí el grifo del fregadero para succionar el agua metálica, asquerosa, que corre a escupitajos primero, marrón, terrosa luego y siempre caliente después, para que arrasara con la, acentuada por el queso rallado, sequedad de boca. Bebí y bebí de ese líquido sin llenarme. Era yo un pozo sin fondo en ese momento. No era bastante. El ascensor seguía subiendo.
Me acordé de la botella de Johnnie en el salón. Allá me fui como un lagarto pegado a las paredes.
Algo más de un tercio restaba. Con las manos asiendo temblorosas, llevé el cuello del vidrio hacia mi boca. Mamé de ella como un gorrino de la teta de su cerda madre. Yo no soy un cerdo aunque para ciertas personas mi actividad así me signifique. Mi vida dependía de ello. A cada trago se iniciaban las arcadas. La regurgitada acidez, haciendo acopio de toda mi hombría restante, era reprimida como un hombre. Yo ya tenía amplia experiencia en contener el vómito he de decir, pero nunca es sencillo, aunque fuera prácticamente un alcóholico toxicómano sin tratamiento un tanto sociópata. El ascensor se detuvo. Era esta planta, la última de la torre. Apuré el último trago de whisky. Me provocó el final escalofrío-retortijón propio de cuando te has pasado tres pueblos con la cantidad. Y esperé que sucediera. Esta vez no tendría salida. Y se me ocurrió, no sé por qué, desde que dejé los estudios no había vuelto a tener necesidad de escribir, anotar mis pensamientos en ese momento. Volví raudo a la habitación y del tercer cajón de la mesilla, en los dos primeros están los calzoncillos y los calcetines, amén de lo poco ahorrado y varios objetos de dudoso valor como un reloj Bulgari de imitación, respectivamente, saqué una hoja de una carpeta donde reposan unos mentirosos currícula preparados para cuando hagan falta, y comencé a escribir al dorso de la primera hoja de uno de ellos lo que estaba ocurriendo, intercalado con lo que fuera lo que saliera de mi mano, de forma atropellada eso sí, con un bolígrafo Montblanc auténtico, que no sé de dónde había salido, sacado del mismo cajón. A cada pensamiento o sensación que transcribía me iba tranquilizando. Apenas reparaba en lo que iba escribiendo, simplemente escribía y escribía, como un golpeo sobre el folio, admito que con el sempiterno Larrouse enciclopédico de los años de María Castaña en mi otra mano. Esta letra no es inteligible ni siquiera para mí, pero no importaba, seguía anotando pensamiento enloquecido tras otro mezclándolos con una especie de cuento psicótico de lo que sucedía en ese momento. Y menos mal que topé con un ladrón y asesino ocasional con ciertos, digo yo, desórdenes mentales ducho en letras, esto último sin duda sí que lo soy ahora, si no este relato nunca hubiera tomado la forma necesaria, tras acabar de ver tranquilamente la película que en realidad se reproducía mientras tanto en el televisor en la nochevieja de 2009, en la cual no fui el único que decidió no salir por ahí, del segundo canal de Televisión Española desde las 2 y pico de la mañana: Caché* (Escondido).

Hay que rasurarse



Pelos.

De tu barba y cabeza, 
de tus pobladas cejas, 
nariz y orejas, 
nucaespaldaculo
y el del resto
de tu cuerpo.


No me dirás 
que te molesta 
que lleve lo mío,
un poquito,
a la francesa. 













El origen del mundo, Gustave Courbet, 1866

Copos de maíz, marca blanca


Hay una chica tumbada en el sofá comiendo a palo seco, a puñados, copos de maíz. La puedo oír escarbar en el plástico y la oiga crujir esa materia en su boca. Es un ruido ensordecedor. No es que esté del todo bien, yo, aquí, en el suelo, en una esquina, apoyado en la pared, ladeada la cabeza, el hilillo de baba a punto de unirse al suelo con los ojos cerrados y sintiendo a eso venir para quedarse. Le he estado haciendo hueco desde hace mucho tiempo. Venía, se daba un garbeo y volvía a irse ¿por dónde había venido? El caso es que se iba y me dejaba solo otra vez. Yo me decía que entonces nada, si no le gusto no la invito más y ya. Pero es tan seductora. Es capaz de presentarse de cualquier forma y yo, ignorante de quién es, no la percibo hasta que me la encuentro de cara. Ahí, mirándome a los ojos, hablándome al oído, subiéndome las entrañas. En la tele, en el trinar de los pajarillos, en la mueca de un niño, en los garabatos que escribo sobre un papel, en las canciones. Ya digo, de repente, sin avisar, ahí está. Hoy ha venido disfrazada de chica de pelo ceniza, suelto. Guapa, a veces es tan guapa. Ahora está disimulando si no, ¿cómo es que no dice nada acerca de lo que hago tirado en el suelo babeando? Es muy lista, sabe que no puede revelarse demasiado, porque entonces algo falla. Sí. Llaman al teléfono, suena el timbre, se estrella algún coche ahí abajo u otra cosa cualquiera que sirva para interrumpir. Lo tengo todo visto; controlo esos momentos. Ocurre entonces que se aleja un poco y mira de esa forma en que está claro que lo sabe todo pero haciéndome ver que no ha pasado nada. Es un poco difícil, qué digo difícil, es imposible, hablar de ello. Siempre se me da pie pero los latidos de mi corazón se vuelven tan fuertes que dejo de oír otra cosa y el sentimiento espiralado se apodera de mí. Quiero entrar y salir pero no puedo. La turbulencia del sentido de la vida. Arriba y abajo, dando vueltas. Y el frío. Frío, escalofríos, temblor, descontrol. En el fondo sé que puedo, pero me aterro tanto que, si estoy solo en casa, engullo todo lo que pille y me meto en la cama con mil mantas. Puede ser que esto ya se haya escrito. Da igual. Digo que si no estoy solo es más complicado escaparse, pero tengo suficiente experiencia para zafarme del destino. Hasta que el cuerpo aguante seguiré. Ya lo dejo.

Sin funicular


Baja de la montaña, descálzate antes.
Pisa la ladera, rápido, un descenso vertiginoso te aguarda.
De lodo hasta las rodillas, corre a abrazar la sombra que te abandonó al elevarte.
Tírate de cabeza a por ella, sin titubear, la caída no será más dura que aquélla 
que te esperaba allá arriba al siguiente paso en falso. 
Ibas a darlo. 
No lo dudes. 
No hay sitio para todos.
Proyecta por una vez a la vez que para siempre lo que merece la pena. 
Se lo debes a muchos, incluso a ti.
Que en la meseta no termine tu caída, tampoco ese es tu terreno. Más abajo te has de rebajar.
Al mismísimo pie donde todo comenzó, ahí te hemos de ver desencajado y exhausto, descoyuntado por dentro. Como una vez fuiste.
Entonces, por favor, piénsate muy bien lo de volver a subir, porque querrás ascender de nuevo de tan renovado, puro y santificado que te sentirás. Si merece el esfuerzo dejar todo atrás, abajo, porque a alguien oíste decir en cierta ocasión lo bien que se debe estar en una cima como esa.


Curiosamente entre semana se levanta a la misma hora que entonces


La niña cree aún recordar un tiempo en el cual los que se fueron no venían a visitarla.
Una comba se balanceaba sobre trazos de tiza. No había patucos más bonitos que los de su hermano.
A hombros de aquel gigante, en brazos de madre. Un auténtico jardín. Sol, nieve, dulces, flores y agua clara. 

Y muchos, muchos árboles verdes, amarillos y marrones. Todo estaba vivo de aquella. Las tortugas, los muñecos y los abuelitos. La leche en su cristal. Tantos amigos con los que jugar.
Una vez se paró el reloj del comedor, y como por arte de magia lo echó a andar de nuevo el hijo de los vecinos. "Qué guapo es, Juan." Un cuco. Cantaba a todas horas, silbaban ellos. Y petirrojos, ruiseñores y muchos gorriones los acompañaban. Y aquel periquito azul y blanco como el mejor cielo. Hasta la aspiradora sobre la moqueta le parecía música los fines de semana. Dios mío, cuántas galletas comía untadas en crema de avellana y las hundía en el cacao que cosquilleaba, picaba hasta estornudar. Qué risas. Ni sabía escribir. Escribir, por ejemplo, pena.  



Holocausto caníbal



En mitad del deshielo



“Buenos días, Ernesto.” 
Ahí se quedó de pie. Sin decir más. Calzaba botas marrones de piel. Se habían humedecido probablemente al pisar un charco ya que afuera llovía como de costumbre por esta época. También los dobladillos de los bajos del pantalón estaban húmedos y más oscuros que el resto de esa prenda. Estoy seguro que había pisado un charco. Algo inevitable, por otro lado, debido al irregular estado del pavimento del barrio viejo. De nuestro barrio viejo. Algunos adoquines de la calle del mismo estaban separados entre sí por la longitud de dos y hasta tres palmos. En mi opinión, y en la de muchos convecinos, era denunciable esta dejadez en la que nos tenían las autoridades. Las obras de recanalización, pagadas por la comunidad de vecinos, que se llevaban a cabo desde el portal de enfrente hacia este portal, el portal 1, también podía ser la causa de que se salpicaran sus botas y pantalones, ya que los operarios habían convertido ese patio exterior en toda una zona de obra mayor y las baldosas estaban sueltas cuando no directamente rotas por la presión ejercida por la maquinaria de los obreros estos días atrás. Habíamos hecho bien en asegurarnos mediante una claúsula adicional, a la hora en que contratamos a la empresa, que cualquier desperfecto ajeno a las propias labores de readecuación de las tuberías y vaciado iba a tener que ser reparado por la propia empresa. Yo, como presidente de la comunidad desde hace tres meses, había insistido ante los demás propietarios que más valía prevenir que curar en estos casos, y que era preferible aumentar el coste total en únicamente cinco puntos porcentuales por puerta que echarse las manos a la cabeza después. Y créanme, de cuentas, gastos e ingresos y números en general sé un poco, que no son pocos los años que llevo sin fallo los balances en mi empresa. Cuando a los de la contrata les hice la primera visita había visto el tipo de maquinaria que iban a emplear en el trabajo y de ahí que forzara un nuevo pleno vecinal para reevaluar todo el asunto. Y ayer, durante la última reunión mensual, me felicitaron incluso los, llamados con cariño, que conste, tozudos del portal 3, 1º C y del portal 2, Bajo A, el “viudito”, como lo llamaba mi mujer, y las hermanas Garbí Meléndez, respectivamente, que se empeñaban en rotundo a subir su aportación más allá de lo convenido en la segunda reunión que mantuvimos acerca de este asunto. No era de extrañar viendo las condiciones en que vivían, sobre todo las hermanas. Opino así aunque las hermanas nunca me han invitado a entrar pero me he formado mi opinión debido a que lo he observado con mis propios ojos. No lo hice con ánimo de cotillear ni nada por ese estilo, sino que me es inevitable ver al menos el pasillo en su totalidad, parte del salón y toda una pared de la cocina cuando me abren la puerta, ya saben. Se podrán imaginar que en ocasiones el presidente va a casa de sus vecinos a llevar copias de las actas de las reuniones, a notificar algún asunto o simplemente a interesarse por su estado y entonces es cuando, qué remedio, observo el estado de sus casas que es, al igual que la cara, un espejo más del alma, o así lo decidimos mi mujer y yo en una ocasión, no sin ciertas risas, en que nos bebimos las dos botellas de vino tinto que recibe cada puerta de su vecino invisible en el día de Navidad. Este juego, ya casi tradición, lo instauré durante mi primer mandato hace ya veinte años, veintiuno, para ser exactos. Los vecinos que viven, o vivían en alquiler, que en todo este tiempo que llevamos mi mujer, mi hija y yo aquí en realidad nunca han superado el número de tres, se han mantenido al margen del juego, cosa lógica por otra parte, ya que su vino lo siguen recibiendo los propietarios propiamente dichos a través de la presidencia. Incluso los hijos de los Iglesias Iglesias-González Simón, que fallecieron tristemente hace seis años en aquel avión que los iba a llevar a un merecido, bien lo sabe Dios, retiro temporal a Santo Domingo, quisieron mantenerse en nuestra pequeña tradición. Los que se fueron abandonaron no sin tristeza nuestra pequeña comunidad cuando por circunstancias afortunadas de la vida tanto al matrimonio Iglesias Iglesias-González Simón como a los simpáticos, aunque algo atolondrados, Madrid Caño-Yañez Álvarez, les sonrió la suerte en forma de lotería y herencia, respectivamente. Hecho muy comprensible y de entender. El caso de los Ortego Flores-Martínez Sabino fue distinto. Ha sido nuestra mayor desdicha en todo este tiempo de armonioso convivir, digamos, comunal, pues desde que ocurrió aquel malentendido con aquella derrama del demonio ellos son los únicos propietarios que se han desvinculado tanto del juego como de la propia comunidad. Mis tres visitas, una vez los Ortego Flores-Martínez Sabino se fueron de nuestra vecindad, junto a la presidencia de turno que en aquel año recayó en el señor Hinojós Llorente, del portal 2, 1º B, no dieron los frutos deseados. En realidad opiné enseguida, y mi mujer opinó igual, que los problemas se dieron entre ellos dos, y que el problemilla con la derrama fue un pretexto para irse de aquí y finalmente separarse, como comprobaríamos todos poco después (un simple descuadre, engrandecido, sí, por no haber sido comprobado dos veces por el administrador de la finca antes de ser enviada a Hacienda, pero subsanado a tiempo, al fin y al cabo; además, en descargo del presidente de entonces el señor  Borbalán Íñiguez del matrimonio Borbalán Íñiguez-Novoa Senén, del portal 3, 1º B, a quien yo le presté todo mi apoyo durante el affaire he de decir y constatar que él no hubiera sucumbido a la tentación de cambiar de administrador a mitad de su presidencia si no hubiera sido por la intromisión, sin duda sin mala intención, de la señora del señor Madrid Caño, la señora Yañez Álvarez, a instancias de éste, que mirando por el bien de los gastos y como forma de preparación para el siguiente turno de la presidencia el cual le correspondía a él, que finalmente no llegó a hacerse efectiva por el golpe de la diosa Fortuna en nuestra comunidad que he comentado antes, quiso simplemente ayudar a reducir los gastos de nuestra comunidad, y la intención, y eso fue lo que le dije al señor Ortego Flores nada más iniciar nuestra primera visita al bloque de apartamentos en el cual, ahí lo tienen, vivía solo tras abandonar él y su señora, la señora Martínez Sabino, nuestra comunidad aparentemente aún como matrimonio bien avenido). Nos enteramos a través de un amigo del “viudito”, que trabaja en Sanidad, en altos puestos burocráticos, que el padre de la chica era un eminente cirujano en la capital, el Doctor Martínez Villamil, y que se había enterado por parte de otro amigo en común que también había sido amigo del “viudito” en su día, que la hija del Doctor Martínez Villamil, del famoso Doctor Martínez Villamil, se había separado y andaba en compañía de un entrenador de fútbol de un equipo recién ascendido a primera división, allá por la capital. Una verdadera pena todo el asunto aquel, sólo doy gracias a Dios de que ya pasó todo. Quizá cuando solucionen sus diferencias que estimo serán de índole económica, al fin podamos dar la bienvenida a unos nuevos inquilinos, y a poder ser, ya que pedir es gratis, que sean propietarios y también inquilinos, ya que la integración con arrendatarios nunca será igual de estrecha. De la que empezamos con el juego del vecino invisible todos los vecinos éramos propietarios y los cuatro nuevos propietarios de la última fase, la del portal 1, único por motivos de lindes con una sola planta, que se finalizaron, y ocuparon, claro, con dos años de retraso, también se sumaron con naturalidad a nuestro juego. Obviamente sabemos casi siempre quienes son nuestros vecinos invisibles pero no cuesta nada disimular y mantener ese inocente espíritu, más que infantil, diría yo, humano. Hay una regla transmitida, inocentemente transmitida si quieren, pero regla al fin y al cabo, de presidencia en presidencia de que cuando el número de vecinos es impar, y esto desde el incidente con los Ortego-Flores-Martínez Sabino ha sido así, es el presidente, o presidenta, en su caso, aunque ninguna fémina haya ejercido tal cargo debido a la renuncia en su día de las hermanas Garbí Meléndez, quien ha de hacerse cargo de regalar dos veces el vino. 
“Buenos días”, repitió. Hablaba distinto. Había envejecido. Y quién no en este tiempo, pregunto. 






A M. no


Ella estaba, a la vista de anteriores y posteriores acontecimientos, mal.
Él no estaba mejor ni peor. Pero juntos eran dos maestros. En fuga.
Iban y venían. Expertos cazadores de momentos en lo alto, con sus volteretas,
y su caer.

Iba bien la cosa, el asunto este de estar siempre, dos años, casi, en lo mejor.
Hasta cierto día, que comenzó al levantarse.
Sólo otro más parecía. Se hizo de noche, o ya lo era.
Fría la temperatura, entre sí, se tornó y se vislumbró un claro mental:
"no me gusta esto".

Quién lo pronunciara da igual, aunque se intuya y le siga un:
"no somos para el otro".
Peor, peor, no se puede decir pero aMar fue amada, de la manera en que se puede amar
bajo algunas, cualquiera, circunstancias.

Lástima que aquí el deus ex machina aún se crea que le hace un favor recordándola.






Un poco de La comedia humana de Saroyan


-Más-dijo-. Y más por ahí. Y más. Libros por todas partes, Ulysses.-
Se paró un momento a pensar.
-Me pregunto qué dicen todos estos libros.-
Señaló una zona enorme llena de libros, cinco estantes llenos.
-Y más-dijo-. Me pregunto qué dicen.-
Por fin descubrió un libro que era del mismo color verde de los brotes de hierba.
-Y mira, éste es bonito, Ulysses.-
Un poco asustado por lo que estaba haciendo, Lionel sacó el libro del estante, lo sostuvo un momento en las manos y lo abrió.
-¡Mira, Ulysses! ¡Un libro! Aquí lo tienes. ¿Ves? Aquí dice algo.-
Señaló algo en medio del texto del libro.
-Esto es una "A". Esta de aquí. Y ésta es otra letra. No sé cuál. Todas las letras son distintas y todas las palabras son distintas.-
Suspiró y miró todos los libros que tenían alrededor.
-Creo que no voy a aprender a leer nunca, pero sí que me gustaría saber qué dicen. Esto es un ilustración. Aquí hay la foto de una chica. ¿La ves?-
Pasó muchas páginas del libro y dijo: -Más letras y más palabras, hasta el final del libro. Esto es la vidrioteca pública, Ulysses. Está todo lleno de libros.-
Miró el texto del libro con una especie de reverencia, murmurando para sus adentros como si estuviera intentando leer. Luego negó con la cabeza.
-No se puede saber qué dice un libro a menos que uno sepa leer, y yo no sé leer.-
     Cerró el libro lentamente, lo devolvió a su sitio y los dos amigos salieron juntos de puntillas de la biblioteca. Fuera, Ulysses hizo chocar los talones porque le parecía que había aprendido algo nuevo.


William Saroyan, La comedia humana, Acantilado, 4ª ed., 2010, Barcelona. Trad. de Javier Calvo.

Autorretrato #83

-Míralo ahí sentado. En su cama. El eterno adolescente. La comedia humana de Saroyan a su izquierda, enfrente el espejo de 115 por 80 que devuelve su imagen colocado en tal ángulo que cada polvo que ha echado allí en los últimos cinco meses le ha hecho formar parte, protagonista, de cada escena de su propia película porno, aunque no tan gonzo como le hubiera gustado, todo sea dicho.
...32 años, escribir, náuseas. 34, vómitos. 36, esputos [ -¿Cómo estás de tu catarro? -Mejor, aunque no paro de esputar. -No es my bonito decirle eso a una chica (rubia, ojos azules; extensiones, lentillas de colores)]. ¿Qué vendrá a los 38? La muerte. Ja...
-¿Qué va a cumplir 5 años su blog ya? -Eso parece.
-Tanto daría que hubiera sido ayer. -Y tanto.
-¿Cuántos autorretratos lleva ya? -Siempre es el mismo. -También.
 -Cambiando de tema, supongo que verías el último cepillo de dientes que se ha comprado. ¿No te parece el mejor que ha tenido nunca?- Puede ser. Piensa que nunca antes habían recibido sus encías tales masajes y también que fue económico para ser de marca. ¿Y qué me dices de esas protuberancias, de esos bultitos de caucho que higienizan la lengua? Son una pasada. -Desde luego. Está muy contento con su higiene bucal.
-Seguro que le hubiera gustado buscar un sinónimo para esta higiene.
-Mejor hubiera hecho en cambiar el higienizan porque chirría que mete miedo pa' la cabeza.
-Déjalo, que se joda. Si es mongol perdido. -Ya te digo.
-


Bucles sagrados por eternos



Vine aquí a decir
que no vine a decir
algo que no se haya dicho ya.

Estoy, por así decir,
de paso, como otros, como todos.

Vivo una vida mejor
y peor que otras vidas.

Hay algo, sin duda,
diferente en mí, al igual que en ti,
pero no incumbe a nadie más que a mí.

Verdad es todo lo que se crea.
Y tus caricias
aunque sólo destruyan,
como mis mentiras, son verdad,
como la poesía.


Back to the beats


Bien, bien, bien, estamos aquí Leo, su propio amor, yo y el otro. Desde el infinito roto y nuevo, a ritmo del diapasón que mando sentir, mezclando a tres platos con una mano. Yep, yep, bip, bip. Bien, de nuevo comenzamos, distorsionados como otros pero distintos al igual que todos. Sí, no hay manera de, no hay manera de, no. Toses, carraspeos, ¿quién iba a decir que hoy volvería Leo? Bum, bum, tu corazón. Bum puede ser un trasero, tú meneo yo bien gustar (de gustar). Y abajo habrá perros más andaluces que otros seguro diría él, el salvador de esta alma magna cua-cua-cuasi sincopada. Ven, deslízate por lo que suelta el aura de arcángel, ese maná de las flores iridisc... Hmmm, me lo pienso mejor y sigo aquí, se nota, las notas, el timbre, las notas y lo que traen esos hombres en su saco, toca, boca. Pitch arriba ya, venga que esto no decaiga-rá, que venga Julián Ríos ya a mortificacarear. Estamos en una nube de comer, de las que no se pueden ver. Sosténganlo arriba, amigos, prosíguelo tú que a mí no me da el gusto para tanto gato que habrá en el. Y hablando de lo que hay arriba, cómo mantendrá un corazón a tantas mentes es una pregunta igualmente encantado.


Hermosilla en Ficciones

Gustavo Gª-Gleeson sobre Invernadero, un film de Gonzalo Castro



Sinapsis invernaderas


Previo sinóptico

Vi El chico del brazo de oro de muy pequeño. De tan pequeño que no la recuerdo.
Muchos años después visioné Invernadero. Era mayor uno ya y era martes, día especial de por sí.
Fui al cine con un amigo quien ese mismo día cumplía años, treintayalgo. Le comenté hará unos días que
necesitaba de sus recuerdos de la película para escribir un artículo sobre la misma ya que mi propio
recuerdo, a pesar de ser mucho más grande que cuando vi en la filmoteca a la que solía llevarme mi
padre, muerto hace tantos años que no recuerdo nada de él, El chico del brazo de oro o El imperio
de los sentidos, se había perdido en algún pozo mental negro de tantos desechos.
Yo mismo no creo que pueda serte de ayuda ya que sobre la película en cuestión, aparte de ciertos
cuestionamientos muy personales que se me plantearon aquella tarde, no podría decirte cosa alguna
que te sirviera, pero repasemos aquel día, quizá así vuelva algún detalle válido para lo tuyo, me dijo el amigo, y comencé a relatarle lo que había hecho entonces.
Llovió bastante, entonces, y era oscuro, noviembre, cosas así recordaba. Las Coreas iban a entrar en guerra y casi había telefoneado a una íntima mía para que me acompañara al cine a ver la premiada película
de Gonzalo Castro Invernadero, sobre Mario Bellatin, un escritor al que le falta un brazo y parece
ser que también una tilde, y poco más recordaba, la verdad, le dije.
No es poca cosa, creo que de ahí puedes extraer lo que deseas para tu escrito, me dijo mi amigo Dario, quien últimamente prefiere ser llamado así antes que Darío, por un hit del músico Vitalic; y con esos mimbres esta cesta.



No más que una falsa sinopsis comercial de la película Invernadero, en el fondo

Mario Bellatin sucede como nunca en Invernadero gracias a la portentosa labor de Gonzalo Castro
[Buenos Aires, 1976. Obra previa: Resfriada (2008), Cocina (2009)].
Hacer entendible, asumible, a un escritor raro, de los pocos de verdad “raros” (léase su obra Lo raro
es ser un escritor raro), como Bellatin, no está al alcance de cualquier cineasta.
Quizá el hecho de provenir el propio Castro del proceloso mar de las letras haya sido una ventaja, puede ser, pero de lo que no cabe ninguna duda es de la personalísima concepción, cual el tardío Rohmer, pero sin su moral, del joven Castro.
Explicarse sobre Bellatin es inútil. Castro sabe esto y mucho más, y despeja en su film todo vestigio
de arte menor que agrieta la Historia del Cine para configurar una mirada sobre la extraordinaria
belleza de lo cotidiano en la poliédrica vida de un artista único como Mario Bellatin, quien no
deberá poco al, con esta obra consagradísimo, autor (Premio BAFICI 2010, Premio FICXIXÓN
2010).
Si Bellatin persigue la “escritura sin escritura”, Castro obtiene el “cine sin cine”, y eso es impagable,
señoras y señores.


Un síncope más tarde

Hay gente que no sabe a qué va al cine y está bien que así sea mas permítaseme una digresión.
Si en la proyección de Invernadero a la que asistí de un festival de cine in-de-pen-diente -no entraré
a valorar los matices de esa independencia- había cien espectadores al iniciarse la película, al acabar
habría una quinta parte menos (si fueron cincuenta personas las presentes, se fueron diez de ellas
antes de la conclusión, según mi hipótesis estadística, para el caso es lo mismo). Un veinte por
ciento de pérdida de público en unos ochenta minutos. Guau, así decía uno de los perros que salen
en Invernadero, pero yo digo, ¿a dónde vamos a ir a parar nosotros, los cinéfilos?
Con esta constante pérdida de asistentes las salas de cine “de verdad”, no las “de mentira”, como esta peli de Gonzalo Castro, por no hablar por el momento de la resta de clase y saber estar de los asistentes,
paguen o no paguen, y no vean, por otro lado, la de invitados por el morro que hay en este tipo de
festivales, inevitablemente, como viene ocurriendo desde hace muchos años, acabarán cerrando una
tras otra y sólo sobrevivirá algún multicine en cada gran núcleo urbano de nuestro querido país, y
esto no puede ser.
No puede ser, como las hijas de Bellatin, pero es. Hemos de actuar, como Bellatin en este largometraje, y rápidamente, y ser tan veloces como el propio Mario afeitándose en Invernadero para revertir esta decadencia multicinefílica.
Lanzo desde esta plataforma un desafío a nuestros gobernantes que tanto subvencionan a los creadores de cultura, como por ejemplo, Almodóvar, que no sale bien parado en Invernadero, y tanto se despreocupan de quienes tanto les dan. Aparte de auspiciar cineclubs como Dios manda, y desde luego no en centros sociales.
No sé, dennos entradas gratis para esas nuevas ágoras (ahí) a quien pueda demostrar haber visto cine de autor desde hace años sin descargarse nada de internet. O a quien certifique que se ha apuntado a la
escuela de idiomas (academias privadas no valdrían, amiguistas) para no tener que leer los pésimos
subtítulos de las versiones originales. Condiciones de este tipo.
Y si no quieren ver en las sesiones de festivales de cine pelis raras donde sale Margo Glantz, por favor, infórmense antes de entrar en la sala que molestan a los demás cuando se levantan para irse, que de eso trataba de hablar.


Narración de hechos fantásticos de índole sico-sinestésica durante la proyección de Invernadero

Fue comenzar la película y empezar a oír cosas. A oír más cosas de lo normal, y no me refiero al
sonido de la peli ni a la escarbación en lo más hondo de la bolsa de maíz frito de mi vecino de sillón,
sino que empecé a oír los pensamientos de ese mismo hombre junto a mí.
Debido al ruido que su mano producía por fricción en las paredes de plástico de su bolsa de quicos lo había mirado un tanto molesto y como consecuencia de posar mis ojos sobre él se transfirieron, porque sí, pero no me pregunten por qué, sus pensamientos, en mi propia y conocida voz interna, eso sí, a mi interior.
“Poca sal. ¿Y el agua? Parece que está buena. Sólo tiene un brazo el tío. Vaya putada. ¿Y es
escritor? Joder, sí que está buena. Me mola ese acentillo...”, pensaba el tío.
Obviamente no le presté ninguna atención a la película.
Esto hay que aprovecharlo, pensé ligeramente excitado y nada nervioso, sin decirme nada a mí
mismo y desvié mi atención visual hacia un objetivo menos previsible que el chaval que estaba dos
butacas a mi derecha.
Un par de filas más adelante, nadie ocupaba los asientos en la fila inmediata, había una pareja. Me fijé en el pelo raramente ondulado de la chica y la transmisión se inició:
“Naturalista, puedo decir después. Personal. Mucho plano fijo. Sonido muy Tati, sí. Fotografía
sencilla, efectiva, eso, como uno más en la puesta en escena. A las 10 tengo que ir a la otra, ¿de
quién era? Ya está rozándome. Está tremendo. Godard, tengo que decir Godard. Bonita chilaba.”
Desactivé a la mujer desviando la vista hacia el pelo corto de su acompañante que me pensaba:
“Me voy a ir como esos. Vaya mierda. No hacen nada. Se parece a Bruce Willis. Esta ni caso. Que
dure poco. Esa está como un tren, uf, me pone hasta su voz, como Silvina. A ver ahora. Sí, no,
ponme mala cara encima. Ya me valió decirle a la friki esta que me encantaba el cine. Tías con
gafas. Luego me dirá que si la estética entrópica del fiiiiiiiiiilm. Ya me vale. ¿Hoy hay Champions?”
Era divertido, divertidísmo, pero al rato me cansé de la parejita y en uno de los barridos en busca de
entretenimiento con lo ajeno mi mirada quedó clavada en el actor, en Mario Bellatin, y aquella
suerte de mimetismo cerebral con los demás empezó a no tener gracia alguna.
A ver, todo fue muy rápido y duró poco aunque no podría precisar cuánto, pero el caso es que
cuando sintonicé con Bellatin él comenzó a rezar, en la pantalla, emitiendo unos vocablos en creo
que algún tipo de árabe, pero por dentro él no estaba rezando.
Eso no es lo extraordinario, al fin y al cabo es lo usual, supongo, porque yo rezar he rezado poco en mi vida, y siempre sin método. Y tampoco, no se crean, proviene de ahí el dicho aquel de “eres más falso que un Bellatin”, no. En su cabeza había miles de voces.
A cada segundo, o a cada fracción de segundo, no sabría valorarlo con exactitud, se cristalizaba dentro de mí una voz distinta en un tono que no era el mío, como ocurriera con los presentes en el cine, sino el propio de cada voz.
A un niño que gritaba “Papá, Papá” le seguía la voz de una mujer que se lamentaba dolorosamente.
Después una voz de anciana clamaba por su gato o un hombre gozaba lo indecible, y a las tantas
voces distinguí la mía que, al igual que las anteriores, luchaba por salir.
Un miedo inexplicable a la vez que un sentimiento de piedad inenarrable se apoderaron de mí, y
agaché la cabeza, me levanté y salí del cine, como antes había hecho un montón de personas, lleno
de incomprensión.

 Gustavo García-Gleeson


Fuente: El coloquio de los perros. Monográfico 2011. Mario Bellatin: el experimento infinito   

I will never, por David Murders



I will never explain my poems.

I will never explain myself.

I will never even make them explicable.

I will never even publish them.



David Murders' blog

Sum Pater


1. Supe del dolor una noche. Era verano. Había estado corriendo en serio por primera vez con vistas a prepararme para la vida. La primera de las lecciones que tuve que aprender fueron los calambres.

2. Del mejor amigo la mayor pedrada.

3. Viendo lo que ocurría en devenires tales a los míos decidí encontrarme con el Absoluto y explicarle algunas cosas, más que preguntar.

4. Hola.

5. Mi soberbia fue correspondida con el don de la visión temporal.

6. La mejor de las lecciones sin pretenderla. Ahí una clave.

7. Por supuesto que había pegas.

8. Acabé por encontrarme en otro cielo de varias cavidades que debían obrar en mi propiedad, según yo. Que conociera el desenlace a mi pensamiento se le antojó inexplicable como es de suponer.

9. No hay forma de evitar la multiplicidad de los ciclos. Comprendilo cuando acudí de nuevo a Él y me dijo: Adiós.

10. Tiempo que pasa.

11. Me angustia pensar que el dolor se herede. Procedo de inmediato con la castración manual.

12. Mi hijo será más feliz que yo.

Who makes the nazis?

buuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuruupupubuuuuuuuuuuuuuu
y
o
y
e
s
l
a
m
ú
s
i
c
a. lo sé
uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuruupupubuuuuuuuuuuuuuu

El coloquio de los perros 28

Del autor que iba a escribir una crónica de un concierto de Nacho Vegas y le salió esta diatriba financiera por causas ajenas, o no tanto, a ciertos pagos a afrontar

Sueño con banqueros muertos.
Sueño con banqueros empalados por los espolones de sus yates.
Banqueros desollados inmersos en ácido chungo.
Banqueros perforados por mil clavos clavados a mano por mí mismo, por ejemplo.
Banqueros a punto de morir dolorosísimamente por siempre jamás.
Banqueros hombre, banqueros mujeres y niños, todos sufriendo lo inefable.
Un banquero bueno es un banquero a punto de morir atrapado en la hélice de un jet privado.
(Banquero, banquero, sufre hasta la extenuación, cabrón.)
Qué dulce sería tu cruenta muerte, banquero nazi, judío, americano y cántabro.
Banquero de mis banqueros, oye a la muerte adentrarse en ti para reventarte por dentro
con la guadaña de tus intereses, las explosiones de tus comisiones y la metástasis de tus recargos.
Ve como cada moneda tuya cobra su tributo en forma de mamadas de tu mujer a tipos en tu nómina.
Siente, huele el hedor a finanzas putrefactas que emana de bajo esas tetillas carcomidas de avaricia.
Banquero de mis banqueros creerás que el mundo es tuyo hasta el fin de los tiempos.
Pero no es así.
Ya van formándose los escuadrones de la muerte bancaria;
matones sin sueldo dispuestos a cobrarse lo suyo que todavía es tuyo.
Oh banquero, la que te espera.
Disfruta mientras puedas de las Masdivas y la Plaza Véndome,
de San Murezzan y del Waldofaldo-Astoria.
Y de tu filantropía porque...,
hay que joderse, sois benefactores de la humanidad con vuestras fundaciones socio-culturales,
(¡SOCIO-CULTURALES!), esas becas de estudio y el 0 con algo para países en vías de desarrollo;
en desarrollo como tú, pequeño ciudadano, que ya me dirás por qué tuviste que comprarte 
a crédito un piso y un coche de paquete, de un rojo tan bonito.
Ahora hay que pagarlo, claro. 
Y la otra no sé qué de qué que no le viene la regla.
Pero la culpa es de los banqueros, por supuesto. Yo opino igual.
Matar a un banquero es lo mejor que puedes hacer
después de darte un montón de cabezazos contra la pared.

Te quiero yo no, me quieres tú no

Uno de los míos

Perro, El

Respete y trátese humanamente al perro.

No se le dé nombres indignos tal que
Pérez Troika, Juanicola o Pepeperro.
El cánido es harto sensible a tales
epítetos que diría Belloc, Hilario.

Ningún animal que mueva el rabo
retornará mejor el cariño que un perro,
tu perro.

Y de paso miremos a ver si también a los pollos
se les puede mostrar un poquito más de cariño,
que pobres pollos...

24 de febrero, según J.L.C.

Me puntualiza Virginia que se asomó a ser achuchada y a charlar pero 
dio conmigo en el suelo con los vaqueros resbalados, como muerto, 
desencajado y lívido, empuñando mi pene con las manos y unas 
gotitas entre amarillentas y blancas sospechosas en la cúspide, con
lo cual ella ponderó que habría sucumbido a un orgasmo laborioso 
y fulminante. Nos reímos ahora porque podemos reírnos sin moles-
tar a nadie que si no… Ella, desnuda como lo suele estar en el relax 
que media entre cópula y cópula y barullos, los barullos de Virginia 
son ecuánimes, puso a la Casa putas arriba y recurrió con despar-
pajo a un Samur. Laura, campechana y feliz, no se lo creía. Charlotte 
únicamente exclamó ohlalá que estamos apañadas… Betty, deshecha en 
llanto, observaba con lágrimas sinceras el paisaje y tuvo el aplomo 
de jabonarme los devueltos y arreglarme el pantalón. Me daban por 
difunto todos, incluidos los clientes de mis casquivanas que cedieron 
en la rudeza del flirteo al avistar la batahola y los del gas ciudad. Más 
adelante, ya en esa casa de locos que tildan de Residencia Sanitaria 
Virgen Blanca, le notificaron los doctores que el fatal desenlace, tal 
como ella les aseguraba y ellos confrontaron, no se había producido. 
No se demorará, descuida. A grandes rasgos fue este el argumento 
de Virginia. 
 
Elogio del proxeneta, Luis Miguel Rabanal
Colección Trayectos, Ediciones Escalera, Madrid, 2009

A Hallervorden-Spatz, por favor

Hermosas y verdaderas, rubia y morena. Alemanas, jóvenes, sonrientes. En diagonal a mi diestra vista. Hay otras tres parejas de chicas sentadas en este local. Parece que los hombres no tuvieran ni para pagarse unas cañitas, aunque, hoy hay fúbol en abierto. Las seis son morenas-morenas tirando a poco-nada guapas. Son lesbianas, fijo que son lesbianas. Las anteriores dos no me han mirado ni una vez, ni siquiera cuando advirtieron la pegatina de dictador egipcio adherida a la contrapantalla de mi ordenador. La morena, la más guapa, resplandece cuando escucha a la otra que no deja de ser menos guapa que la otra no-rubia. Puedo decir que hay pocas mujeres en mi vida pero no puedo decir que raptaría a estas ninfas sabinas para fundar con ellas una nueva estirpe, un nuevo linaje bárbaro proario, o probético, ya que no hay finalidad imprevista por el tiempo, et caetera. El último disco de Arcade Fire ha entrado en bucle. Es la cuarta vez que comienza Ready to start. Ha entrado una conocida en el bar, con su novio y otro maromo. Vaya ojazos. Actriz ocasional que está tremenda. Nos hemos besado en un par de ocasiones platónicas y tal. Otro amor imposible por improbable. Mañana madrugo de nuevo. Es guay trabajar. Mola escribir. No mola describir. Del escribir no tengo nada que decir. Me sacan aún más ventaja, las teutonas, con la tercera ronda de cerveza española que se piden, por no hablar de las patatas chips que engullen. He tomado un té verde y agua mineral, del tiempo. Eso sí, yo, como mínimo, les saco quince años. Que nadie se preocupe, que este breve lapso de tiempo que han empleado aquí valdrá la pena por este verso, o sentencia, epigrama o verdad final, que sigue, y seguramente proclamado por muchos anteriores o incluso contemporáneos a mí y que mejor haría en no pronunciar aquí.
Les dejo con otros plastas:

Selbstbildnis

Estar parado. Quedarse quieto.
Quédate paralizado. No hagas nada.
Niégate, incluso tres veces.
Velo pasar. Solo, tú solo. Te tienes.

La reciedumbre de un delicado e histórico rigor posado. Parnassius apollo. 

Qué más. Nada más. No existes; no eres.
Alguna vez quisiste ser: lienzo.
Autorretrato (sin el paisaje de Durero).
Was sonst, amigo?

Procrastinación

Reeo de Janeiro

Un consejo de otro malvado


Me encanta hacerlo.
Salgo por las tardes a pasear por el parque.
Varío de escenario según las conquistas.
Suelto a mi bóxer por allí, hembra. No ladra.
No le cortamos las orejas y parece triste siempre.
Creo que está enamorada de mí.
Odia a los niños, pero más a las niñas. Lo sé, aunque nunca les gruña.
No hay nada como un perro para atraerlas, quizá un bebé.
Bueno, un recién nacido funciona mejor con las mayores, pero esas no cautivan a nadie ya.
Kali deja que la acaricien, por hacerme un favor. Es mi otra cómplice.
Si las niñas preguntan por el sexo del animal sé que están a punto.
Empiezo a liarme un porro como si fuera la cosa más natural del mundo.
Les ofrezco. Si aceptan pierdo el interés. Si no, no.
A los catorce, a lo sumo a los quince, están podridas.
Once, doce, trece. No más. Es mi recomendación.
Mi mujer es de la misma opinión.

Tres haikus con un par para un nuevo año

Asimetría.
Peludez infinita.
Toca. Verás.



Etos son dos.
Óvalos invencibles.
Y siempre sean.



Esto son bolas.
Lo que generan ellas
tú saboreas.

Un c(r)uento de Navidad


La cena de Nochebuena, como siempre, excelente, y como siempre, igual. Sopita de marisco, frutos del mar y cordero lechal. Todo ello preparado por mi eterna madre. Postre, panacota, para variar, pues es el único plato al que se le permite, por consenso, mutar de año en año. Un verdejo del Duero para los mariscos y el Muga de reserva habitual para la carne. Los primos de Castellón y mi hija, ahora de Madrid, con su inane marido, presentes. Absolutamente nada verdaderamente nuevo a la mesa. Se cantó por Cesária Évora, Los Calis, Manzanita y al final me arranqué con mi solo de Azzuro que hizo que, al igual que viene ocurriendo desde hace diez años por Nochebuena, a mi madre la arrebatase la melancolía por mi padre y se retirase, taxi mediante, a la residencia Palacio de Plata, lugar al que se fue a vivir por iniciativa propia sin titubear a los pocos meses de morir su, no tengo aún muy claro si amante, esposo durante 39 años. La nieve tradicional por Navidad, al igual que nuestras usuales pegas a su marcha, no impidió tampoco este año que se retirara antes de hora. Para que algo cambie las cosas tienen que permanecer inalteradas, y así sucedió.
Noté que lo que había deseado durante toda mi vida se iba haciendo realidad hacia el previsto final de la reunión, cuando el vino, los Mon Chéri y la tercera ronda de orujo con miel habían hecho mella en la mayoría de mis familiares, especialmente en mi señora, como de costumbre.
La primera sensación fue idéntica a la de un repentino e inexplicable calentón. Eché mano a mis partes bajo el resguardo que ofrecía el mantel de gala de tul rojo engarzado con flecos de similor en los bordes y enseguida noté que algo ahí abajo había cambiado. Me ausenté medio encorvado, simulando que los efectos del alcohol eran mayores a lo que en realidad eran (“Mira cómo va”, comentó, a lo Cachao, mi hermano), y me dirigí al aseo de invitados de la planta baja puesto que en el principal se encontraba mi hijo menor, probablemente preparándose alguna raya, de lo que sea que consuma la juventud hoy en día, antes de salir de fiesta. Sólo espero que no se meta ketamina, que he oído que eso es para caballos.
Como la de un caballo, no, pero casi. Así de grande la tenía. Y sin erección.
Bajo la blanquísima luz, como de hospital (hay que cambiar esas bombillas de 120 cuanto antes), aquellas venas y venillas, que seguían siendo las mías, y también la vieja cicatriz de cuando mi circuncisión, adornando ese cacho de carne coronado por un puño rosado causaban respeto, por no decir otra cosa. Mis injertos de teflón eran ahora unas insignificantes protuberancias, como un par de granitos en un muslo humano adulto sin pelos lastimado por ortigas. Tal que todo el dinero y tiempo invertido durante años en un nunca acontecido alargamiento, y engrosamiento, de pene hubiera surgido efecto de sopetón, así era. Una auténtica peripecia por Navidad, pensé.
Respiré aliviado cuando comprobé que mis testículos seguían siendo los mismos cojones de toro, pequeñitos y pegados al culo, de siempre. Se iba a enterar mi mujer. ¡Lo que me costó que empezáramos a hacerlo con mis implantes! “Eso son tonterías. Eres peor que un chiquillo. Si es normal.” Nunca quise una polla normal y ahora no la tenía. Al fin.
Volví henchido de hombría y seguridad en mí mismo y desprovisto del más mínimo síntoma de alcoholemia al comedor colonial donde mi señora era la que mejor desentonaba el Adeste Fidelis. Mi hijo se había ido sin más, todo puesto, seguro, junto a sus primos, de Castellón. Mi hermano, su esposa y la pequeña Alicia junto a mi mujer y yo, sin olvidar a nuestra viejo bóxer Camila, éramos ya los últimos que quedábamos pues al poco de mi vuelta también mi dulce ojito derecho se llevó a esa cosa calva y con gafas que tenía por marido, escritor dice que es, al antiguo dormitorio de mi niña. Mi adorable sobrina Alicia, como único ser allí totalmente sobrio, junto a Camila, y esta a lo mejor no tanto ya que, como de costumbre, el graciosete de mi hermano le había mezclado coñac en su particular cena de Nochebuena que consistió en paté de beef á champignon, reparó, no me cabe la menor duda, en mi aumentado atributo.
Me levanté varias veces de la mesa para ofrecerle a la niña todo tipo de turrones, de uno en uno, de las variadas bandejas de latón reforzado (de usar y tirar) que descansaban sobre el escritorio de nogal Luis XVI, de la que los otros tres adultos cantaban, ya sólo podía definirse aquello como 'intento de', villancicos rocieros.
“A lo mejor el de nata con nueces y piñones también te gusta”, y me levantaba de nuevo, se sentaba tres sillas a mi izquierda, entre sus padres, y volvía hacia ella con la bandeja en la mano ofreciéndosela a la altura de su cara, la misma altura a la que se encontraba mi zona media, y la pobre criatura con la boca abierta y la mirada ojiplática fijada, a través de sus rizos de canela, en mi paquete, al que yo en ese momento hacía palpitar con contracciones que partían de mis músculos perineales atravesando el paño fino de mis pantalones de pinza, agarraba e introducía el corte de dulce en su boquita garganta abajo sin pestañear una sola vez.
“Canta con nosotros, Juaqui.” Ana siempre me llama Juaqui, o Juaquirrini, depende, cuando está borracha. Sus dotes de anfitriona estaban bajo mínimos. Mi cuñada no iba mucho mejor y a Adolfo se le había puesto mirada de coche con las luces de posición encendidas. Camila yacía patas arriba junto a la chimenea con su baba uniéndose al mármol blanco (de Carrara) del suelo.
“Mejor os quedáis a dormir. La suite de invitados la dejó preparada Gwendoline antes de irse esta tarde.” Yo dije eso.
“No, Juacón”, Adolfo me llamaba así cuando estaba borracho, “mañana vamos a comer”, aquí le entró hipo,”con mis políticos, ya sabes”. Otro hipo, casi eructo. Silvia María con sus mechas rubias alborotadas no estaba para decir gran cosa. La que habló fue Alicia:
“Ay, papi, quiero quedarme con tito Jota y tía Anita.” Once años la cría. Como mi perra. Sabía poco.
“Sí, sí”, creo que dijo mi mujer.
Tras los efusivos abrazos de despedida de mi señora acompañé a los tres a la segunda planta. “Te espero en la cama, Juaquirrini. Y no me tardes.”
Ascendimos, yo con la mujercita en brazos, por la escalera imperial. Durante el trayecto, Alicia me susurró al oído que quería que le enseñara una cosa. La miré con reprobación, apartándome de las suaves cosquillas que provocaban sus larguísimos tirabuzones, pero dibujé una sonrisa, y lo de ahí abajo también tuvo un acceso de simpatía por esas palabras, aunque logré que no fuera a más, aún.
“Vosotros, podéis encontrar unos pijamas donde siempre, pero a Alicia, con todo lo que ha crecido este año, voy a tener que ir a buscarle al sótano algún camisón de cuando Blanca era pequeña”, les dije a los tres de la que nos adentrábamos en la salita de la suite de dos dormitorios, demasiado recargada para mi gusto. “Voy contigo”, dijo la pícara. “Vale, pero no os entretengáis”, contestó la madre. “Mejor acuéstala tú”, añadió mi hermano, “que con lo presumida que es os podéis tirar horas hasta dar con algo que le guste. Se parece a su madre”, y le dio un codazo juguetón a Silvia María de la que esta se deshacía de su original blazer. “Descuida, no tardaremos. Acuérdate que mañana tienes que llamar a los yemeníes, que esos tipos no celebran el nacimiento de nuestro Señor.”
Tomé a mi sobrinita nuevamente en brazos, con mi mano izquierda soportando sin esfuerzos sus descubiertos muslos blancos, y con su vestidito rosa de algodón egipcio y satén en volandas les dimos las buenas noches a sus papás cerrando tras nosotros la puerta que comunica el dormitorio principal de la estancia con el otro. Tras el cierre de la puerta sus limpísimos mechones volvieron a acariciar mi cara y oí cómo la más dulce de las voces me decía muy queda: “Quiero verlo.”
Bajamos las escaleras y a través del ascensor de servicio llegamos sin decirnos nada a la bodega.
“Primero tienes que escoger un camisón. En aquel armario (el empotrado) hay dos cofres con el nombre de Blanca. Rebusca en el mayor de ellos.” No más de diez segundos más tarde la niña estaba de vuelta con una prenda en la mano y decía con determinación: “Quiero verlo.”
En cierta manera me recordaba a Blanca, de pequeña, pero no más que cualquier otra niña guapa de incipiente desarrollo, rosácea piel, ojos grandes y boca de piñón, la verdad.
Cuando la hebilla argentina de mi cinturón de gamuza golpeó la tarima flotante lo que había bajo mi slip amenazaba con traspasar el algodón y la lycra del calzoncillo. Se podría decir que la cara de la nena era todo boca ya en ese instante. Siempre había habido bastante humedad en los bajos de la casa y aquella noche no era diferente. Mis dos pulgares se deslizaron bajo el elástico de los Cavalli y en una secuencia de movimientos pausados, con flexión de torso incluida, acabé dejando al aire mi pedazo de polla. Mi sobrina emitió un sonido ahogado por el asombro, que ni siquiera le permitió gritar. Aquello se me estaba empezando a poner duro y por tanto, más grande. Tres o cuatro segundos después, con los pequeños dedos de la chiquilla dirigiéndose hacia el descomunal miembro viril, aquello alcanzó su cénit sin más ayuda por mi parte que la del morbo de tener a la pequeña babeando (literalmente) enfrente de mi supernabo.
A sus manitas le faltaban dos palmos para poder juntarse sobre la piel de mi aparato, lo cual no resultaba impedimento para que la nenita, de pie, con todo su instinto, lograra darle un ritmo satisfactorio a la masturbación de su tío que estaba muy a gusto con los brazos en jarra y su mirada cenital. La chiqui también se inclinaba ligeramente y le daba besitos y algún lametón a la cima de mi pedazo de carne, muy intuitiva ella (imposible que intentara siquiera una felación canónica), o frotaba toda su cara, repito, toda su cara, a lo largo y ancho de mi, sigamos llamándolo así, pene. Se agarraba a mi rabo, lo rodeaba con sus brazos y en un momento dado hasta se colgó de él con todo su peso sin que aquella hercúlea erección se resintiera en lo más mínimo. Le dio algún bocado y todo. Ella entendía a un hombre perfectamente. Convertía su centro del universo en el centro del cosmos, así debía ser siempre (cosa que no era así siempre). Ella era la pureza y tras unos minutos recibió con deleite un chorrito de la esencia del génesis en la boquita abierta hasta sus orejas. Los incontrolables espasmos que me asaltaron en el momento culmen hicieron que los abundantes y potentes chorros posteriores, que por otro lado no eran nada nuevo para mí (cremas y otras cosas que me aplico con regularidad), se dispersaran por las paredes de gotelé, la madera de pino del suelo y hasta alcanzaron a las bastante alejadas barricas de sherry. El éxtasis estuvo a la altura del tamaño y apenas pude refrenar mis alaridos de placer. 
Al terminar tuve que echarme, todavía con los pantalones por los tobillos, en la chaise longue negra de Roche Bobois. Alicia no dejaba de maravillarse, tumbada en mi regazo con la melena desparramada, ante la bestia, ahora dormida. Le decía cosas apenas audibles para mí mientras la miraba embelesada y la acariciaba como ninguna mujer podría haberla acariciado. Al cabo de un rato, sin haber echado de menos el cigarrillo de después, le dije que subiera y se lavara los dientes antes de irse a la cama, que había dentífrico y cepillos sin estrenar en la alacena de su baño en suite. Fue curioso que sólo le diera un beso de buenas noches a mi falo, de hecho, creo que ni siquiera me percibió como persona al darse la vuelta en el quicio de la puerta ojival y clavar por última vez antes de irse sus ojos en mi órgano viril.
Luego subí. A mi dormitorio de la planta baja. Encendí la luz. Mi mujer, por supuesto, estaba profundamente dormida. Supuse que a pesar de la borrachera que la había arrastrado hasta la cama, no había olvidado ingerir su dosis nocturna de Valium 10. Estaba acalorada no sólo por las altas temperaturas del termostato general y, por tanto, estaba sin tapar con la funda nórdica de color borgoña. Su postura era supina en plan estrella de mar. Se cuidaba bastante, tampoco es que tenga ya gran cosa que hacer, y a pesar de sus 47 años mantenía una figura aún deseable. Su negligé de seda con amplias zonas de encaje negro, un tanto atrevido, se había desplazado por encima del comienzo de sus nalgas y dejaba al descubierto la braga roja de raso, casi brasileña, que se me antojaba mal combinada. Me desvestí por completo. La cosa me llegaba por la rodilla. A pesar de todo, de mis aventuras en los viajes de negocio por el mundo, de mis frecuentes visitas a los burdeles de ese mundo y de mis escarceos por internet, amo a mi mujer profundamente. Y esa noche iba a amarla más profundamente que nunca.
Sintonicé Radio Clásica en el Bang&Olufsen. Ponían algo que sonaba a composición rusa de principios de siglo pasado, a algún tipo de marcha militar. Fui al baño a por lubricante. Al ponerme de rodillas sobre la cama, para darle la vuelta a mi señora, accidentalmente, mi gigantesca verga sufrió un pisotón de mí mismo. Dolió cómo duelen estas cosas, pero nada más.
Una vez le había quitado la braga a mi esposa, pude admirar lo mucho que la rejuvenecía desde ese ángulo el blanqueamiento anal al que se sometía, a mi instancia, desde hace una temporada, y la enorme polla que se había desarrollado sin previo aviso aquella misma noche comenzó de nuevo a requerir de toda la sangre disponible en mi cuerpo. Aceleré este hecho con mis dos manos que apenas llegaban, por la parte más ancha, a rozar sus dedos de una mano con los de la otra. ¡Vaya pollón tenía!, pensé, y nadie hubiera dicho lo contrario, de haber estado alguien más allí, aparte de mi señora, que seguía dormida como un lirón por estas fechas.
Con las rodillas hincadas en el colchón de látex aquello me pareció de mayor tamaño todavía.
Volví a darle la vuelta a Ana. No quería, si por un casual fuera a despertarse, de la que la penetraba con mi megapepino, perderme su expresión facial.
Tras vaciar el bote de lubricante en la vagina de mi mujer, que ni se enteró, me dispuse a follármela. El tema estaba complicado. Al principio.
Conseguí dilatarla friccionando con una mano la parte donde se supone que está el clítoris mientras con la otra mano ensanchaba todo lo que podía su coño, que a estas alturas y gracias no sólo a los dos hijos de tres partos que tuvo en su día sino también a los grandes consoladores a la que la había ido acostumbrando, ya estaba bastante dado de sí, o así me las prometía.
Ya dije, el glande era como un puño, con mayor grosor que el resto, y me costó varios minutos de esfuerzo y paciencia introducírselo al completo. Ella gimió de modo ostensible, pero permaneció en sueños. Gracias a Dios, la presión de la perspectiva de realizar el mayor de mis sueños no le hacía pagar tributo al vigor de mi nuevo y extraordinario ariete.
Lentamente, con mucho cariño, aceleré mis movimientos. Iba centímetro a centímetro para adentro.
Me fui animando a la par que los quejidos de Ana iban en aumento. En la radio los ritmos militares seguían pero ella no acababa de despertarse. Le metí un poquito más. Y más. Y mejor, con arte.
Ana acrecentaba su inquietud. Igual que yo. Menudo sueño estábamos viviendo cada uno por nuestro lado. Su coño, no sé cómo, se tragaba ya más de la mitad a cada empellón.
Y sucedió, no me pude contener. Se la metí hasta el fondo. No se despertó. Pero comenzó a gritar para, tras un par de segundos, enmudecer nuevamente.
Saqué mi monstruosa polla de allí llena de sangre. La misma sangre que brotaba de las entrañas de mi malquerida esposa. Actué ràpido. Eso le salvó la vida.
Desde la ventanilla, dentro de la ambulancia, vi la consternación de mis familiares en medio de la nieve gris y marrón por las pisadas. Seguramente se preguntaban cómo era posible que mi mujer reventara por dentro de esa manera. Mi sobrina me lanzó un beso que atravesó los puros copos de nieve que caían mecidos por un frío viento del nordeste a través de la melódica sirena.
Después de todo este asunto, Alicia sigue viniendo siempre que puede y nos las apañamos bien para quedarnos a solas. Muchas veces trae también a amigas del cole.
A mi mujer, aunque ha perdida la forma, la dejaron bastante bien, como se puede comprobar en la fotografía de abajo, y yo, la verdad, es que, aunque no vaya a poder hacerle el amor a nadie nunca más, estoy contento de seguir teniendo esta inmensa virilidad que me fue concedida por vete tú a saber qué dicha navideña. 







FELICES FIESTAS