Creía que era un bebé abandonado en un contenedor de basura, bueno, deseaba que lo fuera. Que ese llorar quejumbroso fuera un gato atrapado no me sorprendió, me decepcionó. Profundamente. A cualquiera le puede confundir un llanto. Había bajado los nueve pisos corriendo porque el ascensor parecía estropeado y también tenía prisa, tanta, que ni cerré la puerta de casa, y abierto con cuidado la tapa del contenedor, asomado la cabeza con precaución y muy lentamente, dando tiempo a mi mente para formular el deseo, diáfano, sin ambigüedades, de hallar en ese gran caja metálica hedionda una razón para ser buena persona. Desde el momento en que oí los primeros lloros desde el salón unos treinta metros más arriba que me obligaron a activar el mute del televisor desde donde se me relataban audiovisualmente los avatares de la última jornada liguera de fútbol, la decimoséptima, creo, para poder distinguir sin interferencias, mirada por la ventana mediante, de dónde procedían los aullidos, mis pensamientos comenzaron a girar en torno a esa idea: el héroe anónimo que salva a una pobre criatura recién nacida de morir congelada de frío. Ya me veía quitándole importancia a mi acción cívica de bonhomía en los programas de sucesos del día siguiente. "Lo hubiera hecho cualquiera", me oía decir, "qué otra cosa se puede hacer, ¡por favor! Ha tenido suerte de que me acuesto tarde." Pero no, ahí dentro no estaba esa razón, sino un gato atigrado que brincó hacia su libertad en cuanto se lo permitió su instinto y el alejamiento de mi persona del contenedor. El gato me había mirado con acritud, como si me hubiera demorado demasiado en acudir a su rescate, cuando ojeé el interior de su provisional prisión. O no, a veces malinterpreto gestos, muecas, miradas, sensaciones e incluso palabras, y es que no soy buen intérprete de casi nada. En fin, pensé, la gratitud no es condición sine qua non de la vida en la calle, seas gato o perro, y me dirigí de nuevo hacia el portal con la firme intención de ascender los nueve pisos andando; un poco de ejercicio nunca viene mal, ya que no era deportista, pero me mantenía en forma por auto-impuesta, y necesaria, obligación. Arriba, de nuevo en el salón, fatigado, con los muslos ardiendo, le di voz a la tele. Ya había terminado lo del fútbol. Me preparé unas tostadas de Nutella y un gran vaso de leche apurando el tetra brick, previendo bien que se me antojarían tras fumar el porro que se me había quedado a medias. Puse una película. Fumé, di cuenta de las tostadas y ocurrió. Otra vez.
Hacía años que no me pasaba, pero ahí estaba de nuevo.
Me gusta Paul Giamatti, es decir, sus películas, o mejor, cómo actúa. "Entre copas" es mi favorita. A veces me veo como su personaje dentro de unos años, sólo a veces, aclaro. Pero la película en general, en si misma, me encanta, la banda sonora es perfecta en casi todas las secuencias del film, de manera especial cuando los personajes están en movimiento, el amigo es especial y la disertación de Virginia Madsen en el sofá acerca del vino es de una belleza real insuperable, pero a lo que voy, que no soy crítico de cine. Ya no volveré a ver sus películas. Le tengo miedo. Sí, como oyen. Y es que la película que estaba viendo, "American Splendor" cuando me sucedió esto, está protagonizada por él, Paul G. Me había parecido extraordinaria la primera vez, con esos bocadillos geniales, ese personaje del dibujante Pekar torturado en lucha diaria contra la desazón de su vida y por ende de su país en su dimensión con menos glamour, a través de sus dibujos y reflexiones. Es la lucha épica intrínseca en las maneras del ser humano por sobrevivir, bañada en enfermedad de vida. A ver, otra vez que me fui. Pero perdonen, es que tampoco soy escritor y no sé muy bien cómo contarles esto. No pude terminar de verla. Le tengo apego a la vida a pesar de todo. El terror se apoderó de mí en una precisa escena, y eso que la estaba viendo en versión doblada. El terror, ese terror. Y adjunto, el frío. Apagué la tele. Agarré el radiador y lo transporté rápido como el viento a la habitación, lo encendí y regulé a temperatura máxima (es un radiador eléctrico viejo, grande y muy potente que calienta en menos de cinco minutos un dormitorio como este sin problemas), agarré todas las mantas que pude y me lancé a la cama abrigado además con un forro polar y un chándal eterno negro de Arkapén. No era suficiente. Mi cara ardía de estar tan cerca, inclinada sobre el radiador, pero todo mi cuerpo temblaba de frío, de miedo. La sequedad de boca era atroz aun tras vaciar media botella de agua de tamaño familiar, la última, de un sólo trago que casi me provoca el vómito. Entre canturreos sin sentido y a viva voz luchaba por pensar en otra cosa que no fuera aquello. Tampoco se me da bien cantar. Era inútil, no podía. Temblaba y temblaba. Un chirriar y retumbos alcanzaron mis oídos. Oí cómo el ascensor se puso en movimiento. Pensé, no, no puede funcionar si está estropeado. Y además sólo tenía un vecino en nueve plantas. Las urbanizaciones por estos lares son gigantescas colmenas sin abejas hasta el verano. Eran pocas las probabilidades de que fuera él. El ascensor subía. Salté de la cama, tropecé hasta la cocina, abrí el frigorífico. Zumo. Del trago. Arranqué con los dientes la tapa del último yogur que restaba en el cartón de ocho rasgado por dos sitios y lo absorbí violentamente, la boca aún llena de pulpa naranja mientras cerraba la puerta del frigorífico de una patada. Mi otra mano blandía ya una zanahoria con manchas grises de tamaño considerable que a pesar de esto fue cercenada lastimeramente una vez finiquitado el yogur al frenesí. Un sobre de queso parmesano en polvo fue lo último más o menos engullible al instante que hallé, tras abrir de nuevo, desesperado, el frigorífico, muy agobiado por sólo haber encontrado unas latas de michirones precocinados en el armario sobre el frigorífico que habitualmente es la despensa. No había tiempo de calentar nada, y además tampoco soy cocinero. Abrí el grifo del fregadero para succionar el agua metálica, asquerosa, que corre a escupitajos primero, marrón, terrosa luego y siempre caliente después, para que arrasara con la, acentuada por el queso rallado, sequedad de boca. Bebí y bebí de ese líquido sin llenarme. Era yo un pozo sin fondo en ese momento. No era bastante. El ascensor seguía subiendo.
Me acordé de la botella de Johnnie en el salón. Allá me fui como un lagarto pegado a las paredes.
Algo más de un tercio restaba. Con las manos asiendo temblorosas, llevé el cuello del vidrio hacia mi boca. Mamé de ella como un gorrino de la teta de su cerda madre. Yo no soy un cerdo aunque para ciertas personas mi actividad así me signifique. Mi vida dependía de ello. A cada trago se iniciaban las arcadas. La regurgitada acidez, haciendo acopio de toda mi hombría restante, era reprimida como un hombre. Yo ya tenía amplia experiencia en contener el vómito he de decir, pero nunca es sencillo, aunque fuera prácticamente un alcóholico toxicómano sin tratamiento un tanto sociópata. El ascensor se detuvo. Era esta planta, la última de la torre. Apuré el último trago de whisky. Me provocó el final escalofrío-retortijón propio de cuando te has pasado tres pueblos con la cantidad. Y esperé que sucediera. Esta vez no tendría salida. Y se me ocurrió, no sé por qué, desde que dejé los estudios no había vuelto a tener necesidad de escribir, anotar mis pensamientos en ese momento. Volví raudo a la habitación y del tercer cajón de la mesilla, en los dos primeros están los calzoncillos y los calcetines, amén de lo poco ahorrado y varios objetos de dudoso valor como un reloj Bulgari de imitación, respectivamente, saqué una hoja de una carpeta donde reposan unos mentirosos currícula preparados para cuando hagan falta, y comencé a escribir al dorso de la primera hoja de uno de ellos lo que estaba ocurriendo, intercalado con lo que fuera lo que saliera de mi mano, de forma atropellada eso sí, con un bolígrafo Montblanc auténtico, que no sé de dónde había salido, sacado del mismo cajón. A cada pensamiento o sensación que transcribía me iba tranquilizando. Apenas reparaba en lo que iba escribiendo, simplemente escribía y escribía, como un golpeo sobre el folio, admito que con el sempiterno Larrouse enciclopédico de los años de María Castaña en mi otra mano. Esta letra no es inteligible ni siquiera para mí, pero no importaba, seguía anotando pensamiento enloquecido tras otro mezclándolos con una especie de cuento psicótico de lo que sucedía en ese momento. Y menos mal que topé con un ladrón y asesino ocasional con ciertos, digo yo, desórdenes mentales ducho en letras, esto último sin duda sí que lo soy ahora, si no este relato nunca hubiera tomado la forma necesaria, tras acabar de ver tranquilamente la película que en realidad se reproducía mientras tanto en el televisor en la nochevieja de 2009, en la cual no fui el único que decidió no salir por ahí, del segundo canal de Televisión Española desde las 2 y pico de la mañana: Caché* (Escondido).