El tabaco persa se combustiona en columna desde el ébano de la pipa de Ledigow hacia el techo alto del salón de la calle Rosarina 8, 2º piso. El aroma lo vicia simpáticamente la mezcla de manzana dulce contenida en lo que arde en su último regalo de cumpleaños. 44, su mujer. 48, ella.
De tan inmóviles sus miembros podría decirse que parece un tallo auténtico, un tanto difuminado, lo que se escapa de su mano hacia arriba y se expande a lo ancho y hacia abajo ya deshecho en el pintado, e intensificado así por las marcas de nicotina extendidas desde hace años, techo amarillo. Esa acción del humo conforma un árbol, que no sería un manzano. Un Platanus orientalis, enanísimo, quizá.
“Ahí sólo encontrarás poesía”.
La voz de Heinz, de acento marcado, ha sonado desde lejos, mitigada por las alzadas solapas marrón oscuro de su batín de raso por lo demás azul marino.
Su mujer trata de que mantenga sino el porte, al menos, y aunque sea para andar por casa, los vestigios del estilo prusiano un tanto rebelde, a la berlinesa moderna, con que la conquistó.
Su mujer no está en casa. Es a Marta a quien se ha dirigido. 21 años y pico más joven que su mujer y una alumna del centro de idiomas Hofmannsthal, además.
El matrimonio Heinz Gerhard Ledigow y Eva María Sánchez Rojo se yergue desde hace 17 años sobre un firmamento de inamovibles basas constituidas de confianza, rectitud y cariño, con sólo una grieta reciente compuesta de total falta de pasión achacada por Ledigow a la menopausia de su señora, no al paulatino e inexorable decaimiento de su propia libido para con su mujer.
Había conocido a su esposa cuando ella era una estudiante de posgrado, él estaba a punto de licenciarse en Estudios Hispánicos, en la Freie Universität de Berlín, cuya celebrada tesina en la Complutensis de Madrid, allá por el año '89, “Literatura reciente de compromiso en las islas británicas y sus consecuencias sobre el libre mercado audiovisual de allá” habían catapultado a Eva María hacia una beca completa, sin apoyos sospechosos, inaugurada ese año en ese centro alemán, y para la que había únicamente dos plazas para extranjeros. El posgrado en cuestión, impartido íntegramente en inglés, convertiría a Sánchez Rojo en doctora en Psicología Social, desviándose ligeramente, "cual hugonote" según ella, de su licenciatura original en Ciencias de la Comunicación.
Ya comprometidos, viajes, y un proyecto solidario, por la desmoronada Europa del Este y Sudamérica después, respectivamente, ella obtuvo plaza en una nueva cátedra creada prácticamente ex profeso para ella, tentáculos de la conservera Sánchez&Sánchez (papi, tito) mediante, en el Centro de Estudios Universitarios San Pedro, de Oviedo, por sí mismo con apenas tradición.
“Voy a cambiar el sistema desde dentro” era su mantra cuando al fin claudicó ante el redil familiar de rancio abolengo asturiano, por parte paterna, si bien con amplias ramificaciones sureñas. Su familia siempre supo que una vez casada, o al menos comprometida como estaba cuando surgió aquella oportunidad, la hija única, desde aquel trágico accidente de caza en que murió el primogénito de Pepe Sánchez Sánchez y María Dolores Rojo Matute, ella ahora también recientemente fallecida, Juan José, acabaría por dejar de lado su modus operandi tan poco práctico de trabajo de campo in situ, como la aventura en Ecuador, si bien en el consejo de adminstración de Sánchez&Sánchez se llegó a debatir, vista la productividad que causaban las subvenciones y donaciones particulares unido al proyecto sobre la imagen de marca, acerca de la posibilidad de no sólo mantener sino ampliar aquel proyecto de explicativo eslogan “Agua limpia. Adiós a muchas infecciones”.
La casa y manutención, eso sí, la mantendrían ella misma y su enseguida convertido en marido Heinz, este oportunamente colocado, previa baja voluntaria bien remunerada de su predecesora, como jefe del departamento de Biblioteca de su universidad privada. La directora saliente, por cierto, montó una pequeña librería de viejo en el centro de Gijón que se mantiene a duras penas a flote (Heinz va mucho por allí desde que se instalaron, al poco de estar casados, en esa ciudad costera, mucho más habitable que Oviedo).
“La literatura está al fondo.”
La falda roja de algodón y poliéster, hasta la rodilla, donde empiezan a descender unas calcetas verde y negras en horizontal, de innumerables pliegos, se eleva a la velocidad debida al gracioso giro que Marta da volviéndose hacia Heinz, Herr Professor.
El bamboleo de sus desnudos pechos que se asoman alternativamente a derecha e izquierda tras su espalda desnuda parece acompasar la popular melodía de un aria del Turandot que Marta silba perfectamente.
“Tienes mucho oído. Silbas bien. Sehr gut.”
Ni ahora Ledigow ha sido capaz de mover algo más que sus labios, amén de sus pestañas; sus pestañas que le recuerdan que no está en una ensoñación sino simplemente aletargado.
“Mi novio la está sampleando con drum&bass. Dice que va a hacer un disco y todo.”
Che bambola, atravesó la mente de Heinz.
Dado que los compromisos, y cometidos, de su mujer siempre se extienden, y ascenso tras ascenso han ido ampliándose más y más, mucho más allá de los suyos en su centro de trabajo, Heinz acabó por buscarse un sitio en Gijón donde poder impartir alemán por las tardes de entre semana, tres días.
Por lo general, cuando su mujer no estaba de viaje, ya era directora adjunta hacía unos años, comían juntos siempre a las dos, a dos pasos de la universidad sita a principios de la Correduría en Oviedo. A las dos en punto siempre. Ella recalcaba, cómicamente, de vez en cuando, impersonando una imitación mitad acento bávaro mitad berlinés, puede incluso que haya algo de “hessisch”, aquello de: so preussich wia uns gibbet's ja net, wua Heini?
A poder ser comían platos típicos, casi siempre con prisas, por los compromisos de ella. A Heinz le encantaba la cocina asturiana, tan pesada y con tanto sabor que la hacía digna, a su paladar, de un “imperio”. No le extrañaba que esta tierra hubiera sido siempre tan difícil de conquistar y lo achacaba a la manera de comer de sus habitantes. Estaba convencido de ello y aunque lo dijera siempre en tono jocoso, en el fondo lo pensaba, al menos en lo que se refería a tiempos predecimonónicos, cuando, y lo podía argumentar cuando era requerida por alguien una explicación más exhaustiva, el desarrollo tecnológico desplazó casi por completo a los arrestos y arrojo como elementos decisivos en las guerras. “Sobre la obsolescencia de la infantería en los ejércitos contemporáneos de los estados modernos del primer mundo ” podría ser un tratado interesante de abordar, elucubraba en ocasiones, pero forzosamente a realizar bajo el andamiaje de un corpus teórico que no iba mucho con él. Se percataba de ello, tampoco es que fuera un ingenuo.
Tras la comida se despedía de su mujer, ella volvía al trabajo, y llegaba a Gijón en tren más allá de las tres y pico de los lunes a viernes lectivos, y con paso acelerado al bajar del tren caminaba hasta el principio de Cimadevilla, el barrio alto de Gijón donde habitaban, para llegar, casi siempre justo a tiempo, a ver Saber y Ganar, un concurso de preguntas y respuestas de Televisión Española “de nivel”, decía él, que nunca se perdía.
Se enfadaba muchísimo y hasta perdía la compostura, ahí, en el mismo sillón en que ahora se encontraba, en modo que no puede calificarse distinto a pétreo, sentado, cuando encendía el televisor, esto solía ocurrir en lunes, con las pantuflas rápidamente puestas nada más cruzar el umbral de casa, y, sorpresivamente para él ya que jamás leía la sección de deportes de los cuatro periódicos matutinos (uno de ellos alemán, el TZ berlinés, pero del día anterior hasta hace poco) que leía en su puesto de trabajo, iban perfilándose tanto las siluetas de unos ciclistas esforzados como las voces de unos locutores narrando empáticamente esos esfuerzos en el televisor.
No le gustaban nada los deportes y daba la razón a su esposa, inexplicablemente para él, una de las pocas personas que conocía de este país, fuera del ámbito universitario, aunque ella también formara parte de ese ámbito, que veía las cosas de la misma manera que él en ese aspecto. “Opio no, heroína en vena”, decía ella, y Heinz asentía cada vez que oía su propio lema en boca de la mujer con la que estaba casado.
“Soy el gato que está triste y azul con la mirada puesta en el hombro ausente del tiempo”, comenzó a leer Marta en su clara voz de cara a él con sus dos pechos redondeados y a la vez puntiagudos al aire mirándole fijamente.
”Pero, ¿no es poesía esto?”, inquirió ella.
“La prrossa poética la guardo con la naggatifa. Ya sabes, cuestiones formales.”
A veces, le parecía ocurrente, forzaba lo teutón de su voz. Seguía sin moverse. El humo continuaba ascendiendo.
Barruntaba que Marta no podría seguir sus razonamientos implícitos pero un profesor siempre ha de aparentar serlo y puede que, no lo tenía del todo claro aún, Marta formara parte de las personas que se impresionan ante personas cultivadas, y eso no le venía nada mal a Ledigow de cara a equilibrar las pasiones, ya que él estaba de un modo profundo impresionado por las formas de Marta desde el mismo instante que comenzó a formar parte de su reducido grupo de alumnos en la planta baja de la calle San Romualdo 87, bastante cerca de casa. A lo tonto eran siete cursos, siete años, ya. Más o menos el tiempo que tarda un iceberg en deshacerse flotando a la deriva, dependiendo de la temperatura del mar, claro.
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