20. La última noche en el parque

Jonás, Jonás I. Rosk, para más señas, ajeno a las impresiones que su cara cortada por la sonrisa causa en aviones malditos y ciudades sin nombre, repudia su propia retrato rosado en mal papel de caca una vez más.
Otra vez pillado in fraganti, otra vez con una falta de oxígeno bajo, no sobre, el cuero cabelludo.
Harto no define con precisión su hartazgo de tanta carnaza expuesta, mientras apura el menú de su asador preferido, y ojea, no lo puede evitar como buen leo que es, las revistas compradas en la mejor, él después de Blanca sólo aspira a lo mejor aunque descienda hacia los mortales, más bien las mortales, de cuando en cuando, librería de su ciudad a la cual ha decidido poner nombre más adelante. O no.
De ésta también se llevó, en una edición de bolsillo que iniciará su crossing probablemente en el próximo taxi que agarre Jonás, "El honor perdido de Katharina Bluhm" porque le parece que un libro siempre viste, aunque sea ligero o poco voluminoso, en un tipo como él.
Antes de ser reconocido por quinceañeras y amas de casa como un ligue de la más Blanca ex-yerna de la ex-Carmina, le hacía falta recitar desde los afectos a un argentinófobo Benedetti para que le prometieran amor eterno. Ahora ni siquiera necesita de la intensa penetración de su mirada palabrada en las psiques para conquistar y reconquistar a niñas, entradas en magra o no, preferentemente de ojos aguamarina pues negros sólo en aquella que se va de todos permite. Este adonjuanismo alcanzado a él no le parece de mérito valedero.
Necesita una identidad nueva que le permita ser él.
Trazos de un sí mismo que le faciliten reconocerse al instante. Perfiles lapizados si acaso, pero iniciantes al menos de una concreción a adivinar.
Debió ser artista, piensa, de los de verdad, así ahora no necesitaría recurrir a una para que le haga un retrato.
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