Ella vivía arriba.
Era joven,
más joven ella.
A ella le gustaba estar conmigo.
A mí me gustaba estar con ella.
Gu gu gu, chiqui chiqui chiqui.
Cómo se reía.
Batía su mandíbula,
vacía hasta de su propia leche,
tan llena de vida.
Solía subir y sujeta de la mano,
cuidadoso, la llevaba al sótano.
Entre tendales y bicis,
rodeados de gruesas paredes grises,
jugábamos sin importarnos;
sin importunarnos, jugábamos.
Al paso vacilante sin miedo,
tropezante, valiente,
agarrada a las secantes telas
escondía sonriente, en escorzo,
su cabecita de seca paja.
Nunca nada esquiva.
Causaron mi enamorar primero
sus ojos claros y pierna fuerte,
su agudo reír,
sus manitas palpadoras...
Comprendí que lo bueno no es artero.
Boquita chiquita rosa roja,
igual los mofletes, sangre viva.
En una de esas, cayó con gracia,
como no caen los ángeles del cielo.
Me lancé forzado a su lado,
yo ya sin garbo.
Allí, enrojecidos ambos,
yacíamos contentos.
Dí el primer paso, torpe como todos,
pero efectivo:
supino acodo acabando en prono.
Repentino blancor de tez,
rosácea otra vez después.
Tintada al ostro al fin:
demasiado peso sobre sí.
Sí y sí,
entonces oí el rechinar celuloso.
Solos, y tan jóvenes,
canjeamos el amor por el morbo,
amoroso, digamos.
Pues aquí estoy, tiernamente impresionada. Gracias por tu acogida, un saludito.