16. La última noche en el parque

Pero a la mañana siguiente Tía acude al fin a la llamada del amante. Dos años y quince días penando injustamente por ella y ahora de repente se acuerda de él. ¿Dónde ha estado Tía todo este tiempo? Acaso no sentía a su amado que presa de la desesperación enviaba su reclamo a través de los muros de su prisión infatigablemente noche tras noche, en la bien fundada esperanza de ser atendido como lo que era, su amante de inquebrantable afecto hacia ella, a pesar de la ausencia no sólo física sino también de espíritu de la amada desde hacía tanto tiempo. ¿Y ahora qué? ¿Espera que la reciba con los brazos abiertos como si no hubiera ocurrido nada?
Jorge no fue acumulando rencor, ni antes ni ahora lo sentía, más en ese mismo instante, en ese preciso instante en que supo nuevamente de ella se dio cuenta de lo obvio: no era digna de su amor. Nunca lo había sido, pero Jorge empeñábase en su cerrazón, asido fuertemente a unos sentimientos tan sólidos que sólo han podido ser derribados y mortalmente heridos cuando se la volvió a encontrar de frente y la miró a la cara y vio todas esas arrugas de mentiras sin maquillaje fraseado falseador alrededor de sus ojos y cuello, con la celulítis ya alcanzándole no sólo brazos y muñecas, sino hasta los tobillos y tan visible aún aquí entre las medias de rejas de puta manifiestamente barata que la a la par inverosímil mórbida flaqueza de sus carnes esqueléticas no revelaba otra cosa que su alma espuria, tan falsa cómo esos implantes de pecho que le asaltaron a la vista cual taimados trileros. ¿Qúe quedaba ya de su belleza natural? Nada. Toda ella era un engaño, un fraude, una mentira contada millones de veces que en un momento lúcido al fin ha sido descubierta por Jorge cuando se presentó nuevamente ante él. Y a él es a quien se le ha caído la venda de los ojos en última instancia, porque ella, bien lo supieron muchos, antes que él, nunca la lleva puesta. Digan lo que digan, ella nunca ha llevado los ojos vendados.