Copos de maíz, marca blanca


Hay una chica tumbada en el sofá comiendo a palo seco, a puñados, copos de maíz. La puedo oír escarbar en el plástico y la oiga crujir esa materia en su boca. Es un ruido ensordecedor. No es que esté del todo bien, yo, aquí, en el suelo, en una esquina, apoyado en la pared, ladeada la cabeza, el hilillo de baba a punto de unirse al suelo con los ojos cerrados y sintiendo a eso venir para quedarse. Le he estado haciendo hueco desde hace mucho tiempo. Venía, se daba un garbeo y volvía a irse ¿por dónde había venido? El caso es que se iba y me dejaba solo otra vez. Yo me decía que entonces nada, si no le gusto no la invito más y ya. Pero es tan seductora. Es capaz de presentarse de cualquier forma y yo, ignorante de quién es, no la percibo hasta que me la encuentro de cara. Ahí, mirándome a los ojos, hablándome al oído, subiéndome las entrañas. En la tele, en el trinar de los pajarillos, en la mueca de un niño, en los garabatos que escribo sobre un papel, en las canciones. Ya digo, de repente, sin avisar, ahí está. Hoy ha venido disfrazada de chica de pelo ceniza, suelto. Guapa, a veces es tan guapa. Ahora está disimulando si no, ¿cómo es que no dice nada acerca de lo que hago tirado en el suelo babeando? Es muy lista, sabe que no puede revelarse demasiado, porque entonces algo falla. Sí. Llaman al teléfono, suena el timbre, se estrella algún coche ahí abajo u otra cosa cualquiera que sirva para interrumpir. Lo tengo todo visto; controlo esos momentos. Ocurre entonces que se aleja un poco y mira de esa forma en que está claro que lo sabe todo pero haciéndome ver que no ha pasado nada. Es un poco difícil, qué digo difícil, es imposible, hablar de ello. Siempre se me da pie pero los latidos de mi corazón se vuelven tan fuertes que dejo de oír otra cosa y el sentimiento espiralado se apodera de mí. Quiero entrar y salir pero no puedo. La turbulencia del sentido de la vida. Arriba y abajo, dando vueltas. Y el frío. Frío, escalofríos, temblor, descontrol. En el fondo sé que puedo, pero me aterro tanto que, si estoy solo en casa, engullo todo lo que pille y me meto en la cama con mil mantas. Puede ser que esto ya se haya escrito. Da igual. Digo que si no estoy solo es más complicado escaparse, pero tengo suficiente experiencia para zafarme del destino. Hasta que el cuerpo aguante seguiré. Ya lo dejo.

Sin funicular


Baja de la montaña, descálzate antes.
Pisa la ladera, rápido, un descenso vertiginoso te aguarda.
De lodo hasta las rodillas, corre a abrazar la sombra que te abandonó al elevarte.
Tírate de cabeza a por ella, sin titubear, la caída no será más dura que aquélla 
que te esperaba allá arriba al siguiente paso en falso. 
Ibas a darlo. 
No lo dudes. 
No hay sitio para todos.
Proyecta por una vez a la vez que para siempre lo que merece la pena. 
Se lo debes a muchos, incluso a ti.
Que en la meseta no termine tu caída, tampoco ese es tu terreno. Más abajo te has de rebajar.
Al mismísimo pie donde todo comenzó, ahí te hemos de ver desencajado y exhausto, descoyuntado por dentro. Como una vez fuiste.
Entonces, por favor, piénsate muy bien lo de volver a subir, porque querrás ascender de nuevo de tan renovado, puro y santificado que te sentirás. Si merece el esfuerzo dejar todo atrás, abajo, porque a alguien oíste decir en cierta ocasión lo bien que se debe estar en una cima como esa.